Doña Pávula Ramírez, viuda de Sosa, le dijo a Perla que si quería recuperar su identidad tenía que echar algo de azufre en el ojito en el que se reflejara de niña, pero antes le había advertido que no sabía si valía la pena hacerlo y que hasta podía sacar provecho de su situación. Le pagamos a la curandera y volvimos al remis.
inicia sesión o regístrate.
Doña Pávula Ramírez, viuda de Sosa, le dijo a Perla que si quería recuperar su identidad tenía que echar algo de azufre en el ojito en el que se reflejara de niña, pero antes le había advertido que no sabía si valía la pena hacerlo y que hasta podía sacar provecho de su situación. Le pagamos a la curandera y volvimos al remis.
Pero de camino, notamos que ya no sólo cada uno de nosotros la veíamos de un modo distinto sino que cada uno, a cada paso, también la veía cambiando. Era como si la enfermedad, si es que lo era, se hubiera agudizado. Ya en el auto era morena, de ojos oscuros y de largos cabellos negros, al menos para mi.
En el viaje la vimos mutar con una velocidad que nos asustó. Cuando fue rubia y de ojos verdes le pregunté por ese manantial, porque temí que no recordara el paradero, y con gesto achinado y cutis muy blanco me respondió que no debía quedar muy lejos de la casa de su padre, allá por el barrio de Malka.
Aurelia nos confesó que el tema la angustiaba demasiado como para poder acompañarnos, y Solón dijo que se quedaría con ella. Blanca nos engañó diciendo que iba a preparar el almuerzo para todos, y que tampoco podría ir, de resultas de lo cual el padrecito, el comisario, Pierre Donadou y yo la llevamos por las calles en las que Tilcara se va deshaciendo en campo.
Por el camino, los vecinos nos miraban asombrados de ver que nos acompañaba una mujer cuyo rostro cambiaba a cada instante. Los que atestiguaron tal rareza, aún aseguran que siempre era distinta, pero que siempre era bella.