Doña Carmen estaba sentada junto al fogón. Verla era algo extraño porque tenía el porte de esas señoras ricas que someten con su sola voz a decenas de hombres de campo, pero estaba ahora a la cabeza de una guerrilla gaucha que carecía de todas las comodidades a las que debía estar acostumbrada.
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Doña Carmen estaba sentada junto al fogón. Verla era algo extraño porque tenía el porte de esas señoras ricas que someten con su sola voz a decenas de hombres de campo, pero estaba ahora a la cabeza de una guerrilla gaucha que carecía de todas las comodidades a las que debía estar acostumbrada.
Macarena la miraba y la veía distinta a todas las razas con las que se había cruzado desde que se embarcó en España. Doña Carmen parecía más castiza que ella, era como la silueta de las señoras castellanas que los campesinos españoles sólo ven desde lejos. Pero doña Carmen levantó los ojos y la llamó por su nombre.
Ya sabía por lo que había pasado Macarena para llegar, en vano, junto a Carlos, que fue su hombre y el padre de sus hijos. Lo que Macarena no imaginaba es que doña Carmen también tenía su dolor, porque nadie está exento de sufrir en esta vida.
Alguna vez, le contó entonces doña Carmen a la Macarena, fui la esposa del encomendero de muchas tierras y de indios en los alrededores de Humahuaca. Y de eso no hace tanto.
Que alguna vez mi marido tuviera algo con alguna de las chinitas no me debía molestar, una esposa no tiene ese derecho, pero cuando la Leonor llegó a la casa, la cosa fue distinta porque ella se le negaba y él más se enloquecía por tener a esa indiecita. Eso, que ya no era poder sino locura, me salpicaba humillándome también a mí, por lo que le pedí que la echara de la tenencia.
No lo hizo, le dijo Carmen a Macarena refiriéndose a la Leonor y su esposo, y así se desencadenaron las cosas.