La falta de identidad de Perla nos había asustado, y sobre todo esa creencia de que el aspecto es algo que no existe y a lo que nos aferramos para no desesperar. Por ello fue que el comisario Pierro sugirió visitar a una curandera, y fue la opinión de todos que la mejor era doña Pávula Ramírez, viuda de Sosa.
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La falta de identidad de Perla nos había asustado, y sobre todo esa creencia de que el aspecto es algo que no existe y a lo que nos aferramos para no desesperar. Por ello fue que el comisario Pierro sugirió visitar a una curandera, y fue la opinión de todos que la mejor era doña Pávula Ramírez, viuda de Sosa.
Atendía al fondo de una chacra, en un oratorio medio abandonado cuyas paredes, que alguna vez debieron tener frescos que aún mostraban uno que otro detalle, estaban cubiertas ya por el hollín de las velas. Doña Pávula salió lentamente de entre las sombras. Parecía ser otra de las imágenes que reposaban en la mesa: un San Expedito, un San La Muerte, dos hermanitos abrazados y un ángel de la guarda.
Entre las imágenes, las hojas de coca regadas como si fuera el césped de un pesebre. Contra la pared, un retrato colgado con chinches, que probablemente fuera una foto de don Sosa. Una lata de leche en polvo nos hizo temer que fueran las cenizas de algún difunto, y dos velas encendidas en un candelabro de seis brazos eran toda la luz disponible.
El padrecito prefirió quedarse en el auto. Como custodios, el comisario y Solón aguardaron a la puerta del oratorio y Blanca y Aurelia, del lado de adentro, se sentaron en dos sillas medio destartaladas. Perla se sentó frente a doña Pávula, Pierre Donadou Quispe y yo lo hicimos cada uno a uno de sus lados.
Doña Pávula nos miró y nos dijo que ninguno de los dos íbamos a conseguir nada de esta mujer. Luego rio con fuerza y nos aclaró que nos quedaríamos con las ganas.