El patrón veía agonizar al hijo que había temido cuando destaparon el tapado de doblones potosinos enterrados por Kerioco. Así fue que ofreció el tesoro en pago a quien lo pudiera curar, pero los indios temían que los acusaran de brujería porque ese mal no se curaba sino de modos paganos.
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El patrón veía agonizar al hijo que había temido cuando destaparon el tapado de doblones potosinos enterrados por Kerioco. Así fue que ofreció el tesoro en pago a quien lo pudiera curar, pero los indios temían que los acusaran de brujería porque ese mal no se curaba sino de modos paganos.
Kerioco pensó en una solución: le pidió al patrón un rosario, la imagen de la Virgen y un frasco con agua bendita, y con ello pidió estar sólo junto al joven enfermo. Cuando cerraron la puerta, dejó esos elementos sobre la mesa y empezó a curarlo del modo en que su madre había aprendido de su abuela, que era el modo en que curaban los indios.
Cuando el joven abrió los ojos, Kerioco tomó el rosario, la imagen de la Virgen y el agua bendita y con ellos se arrodilló a la vera de la cama llamando al patrón y al resto de la familia, que creyeron en el milagro. La felicidad de los patrones no tenía límites, y al cenar ya con su hijo sano a la mesa, convidaron al indio con ellos.
El patrón puso en la mesa los doblones potosinos que habían sido de Kerioco y que había enterrado para que nadie sospechara de esas riquezas en sus manos indias. Y de ese modo sanó el hijo del patrón y Kerioco recuperó lo que le pertenecía, y le pidió al patrón que le escribiera una carta en la que aseguraba que le había dado esos doblones. Así nadie sospecharía que pudo haberlos robado.
Desde entonces, Kerioco llevaba bajo el poncho el retrato de su madre, sus doblones potosinos y la carta del patrón que aseguraba que esa fortuna era suya.