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12 de Julio,  Jujuy, Argentina
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Un viaje no es sólo un viaje, es una forma de mirar distinto

Viernes, 30 de mayo de 2025 01:03

Volvimos, pero algo quedó allá. O tal vez no se quedó: simplemente se transformó dentro de nosotras. Volver después de un viaje tan lleno de sentido es como regresar de otro tiempo, de otro ritmo, de otro tipo de vida.

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Volvimos, pero algo quedó allá. O tal vez no se quedó: simplemente se transformó dentro de nosotras. Volver después de un viaje tan lleno de sentido es como regresar de otro tiempo, de otro ritmo, de otro tipo de vida.

Lo externo vuelve a ser el de siempre: la casa, las tareas, los relojes. Pero lo interno ya no es igual. Algo se aflojó. Algo se acomodó. Algo se despertó.

Todavía me emociono al recordar ciertos momentos. Pequeños, pero llenos de profundidad. Una frase compartida, una mirada larga, un silencio lleno de significado. Todo eso que no se ve en las fotos, pero que queda latiendo en el alma.

Pienso en cuántas veces viajamos sin estar realmente presentes. Cuántas veces nos llevamos el cuerpo, pero dejamos el corazón en automático. Esta vez no fue así. Esta vez estuvimos completas. Enteras. Abiertas a la experiencia.

Viajar con mi hija mayor fue una bendición que todavía estoy saboreando. No solo por el disfrute, sino por todo lo que me enseñó. La escuché hablar de sí misma, de sus búsquedas, de sus comprensiones. La vi atravesar situaciones con calma, resolver con paciencia, responder con empatía. Admiré su madurez, su forma amorosa de estar en el mundo.

Me sentí orgullosa, claro, pero también agradecida. Porque en ese intercambio sutil, yo también aprendí. Y mucho.

Fue como si durante ese viaje se invirtieran los roles por momentos. Yo, que he sido guía y sostén tantas veces, me dejé guiar, me dejé sostener. Me rendí con confianza. Me permití no saber, no tener respuestas, dejarme llevar. Y en ese soltar, encontré otra versión de mí misma: más liviana, más receptiva, más disponible.

Recordé, también, que los hijos no son solo hijos. Son maestros. Son espejos. Son almas que nos acompañan en este camino, con lecciones propias para ofrecernos, si estamos dispuestas a mirar sin defensas.

Mi hija me mostró, sin proponérselo, nuevas maneras de vincularme con la vida. Más suaves, más respetuosas, más conectadas. Ella no vino a corregirme, vino a mostrarme otra posibilidad. Y eso, para mí, es un acto de amor inmenso.

Por momentos me sentí en una ceremonia silenciosa. Como si el viaje fuera un rito de pasaje. No hacia otra etapa de la vida, sino hacia otra forma de estar en ella. Más conectada con el presente. Más consciente de lo sagrado que habita en lo simple. Más disponible para la belleza, para el aprendizaje, para el vínculo profundo.

Y hablando de belleza, los paisajes fueron un regalo en sí mismos. Cielos que parecen inventados, vegetación que habla en su propio idioma, animales que se cruzan con la naturalidad de quien pertenece sin explicaciones.

Todo parecía estar allí para recordarnos que la vida también puede ser así: generosa, abundante, sabia. Ver a mi hija comunicarse con esa naturaleza fue otro impacto. Su respeto, su sensibilidad, su capacidad para observar, tocar, honrar. Fue como ver una parte de mí floreciendo en ella, pero con su propio estilo, con su propia fuerza, con su propia voz.

Y fue también una invitación a reconectar yo misma con ese vínculo más íntimo con la tierra, con los ciclos, con lo vivo. Regresé distinta. Más plena, más suave, más agradecida. Y con un deseo renovado: seguir construyendo vínculos así. Vínculos que no solo acompañen, sino que inspiren. Vínculos que permitan el crecimiento mutuo, la honestidad, la escucha y la ternura. Vínculos que nos ayuden a ser mejores personas.

Me di cuenta, también, de que no hace falta irse lejos para vivir algo así. Lo importante no es el lugar, sino la disposición interna. Podemos hacer de cualquier momento un viaje transformador, si lo vivimos con conciencia.

Podemos abrir el corazón en la sobremesa de un domingo, en una caminata por el barrio, en un gesto de presencia verdadera. Lo que hace especial a un viaje no es la distancia, sino la profundidad con la que lo habitamos.

Por eso, ahora más que nunca, sé que un viaje no es solo un viaje. Es una oportunidad de mirar distinto. De escuchar mejor. De comprender más hondo. De amar más libremente. Y cuando ese viaje ocurre entre madre e hija, cuando hay apertura, ternura, verdad... entonces el amor encuentra nuevas formas de manifestarse. Y ambas volvemos a casa con algo nuevo en el alma: una semilla que, si la regamos con atención, puede florecer en nosotras por el resto de la vida. Namasté. Mariposa Luna Mágica.

 

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