¿Qué es lo peor que te puede pasar cuando sos joven, pobre, del interior de la provincia y te vas a vivir a una pensión de mala muerte a las afueras de San Salvador de Jujuy? Para empezar, los pongo en contexto. Apenas egresado del secundario, a fines de los años ochenta, me mudé a la capital de la provincia a estudiar ingeniería junto a un grupo de compañeros. Vivíamos en una pensión, una vieja casona con un patio interno sin techar, de baldosas blancas y negras. Los cuartos daban hacia aquel patio frecuentado por ratas poco temerosas, del tamaño de cuises que se acercaban a uno en busca de alimento. El baño, compartido, quedaba en uno de los extremos de aquella vieja casona habitada no solo por nosotros, los estudiantes varones, sino también por la dueña de la propiedad, doña Piedad. La señora, mayor, entrada en años y en kilos, caminaba lento apoyada en su bastón de tres patas, seguida por una media docena de gatos rescatados de la calle con quienes esperaba mantener alejados a los inmundos roedores del patio. Tenía una voz de trueno, doña Piedad, y se volvía loca cuando alguno de nosotros fumaba o levantaba la voz a horas inadecuadas. ¡Nos tenía cortitos!
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¿Qué es lo peor que te puede pasar cuando sos joven, pobre, del interior de la provincia y te vas a vivir a una pensión de mala muerte a las afueras de San Salvador de Jujuy? Para empezar, los pongo en contexto. Apenas egresado del secundario, a fines de los años ochenta, me mudé a la capital de la provincia a estudiar ingeniería junto a un grupo de compañeros. Vivíamos en una pensión, una vieja casona con un patio interno sin techar, de baldosas blancas y negras. Los cuartos daban hacia aquel patio frecuentado por ratas poco temerosas, del tamaño de cuises que se acercaban a uno en busca de alimento. El baño, compartido, quedaba en uno de los extremos de aquella vieja casona habitada no solo por nosotros, los estudiantes varones, sino también por la dueña de la propiedad, doña Piedad. La señora, mayor, entrada en años y en kilos, caminaba lento apoyada en su bastón de tres patas, seguida por una media docena de gatos rescatados de la calle con quienes esperaba mantener alejados a los inmundos roedores del patio. Tenía una voz de trueno, doña Piedad, y se volvía loca cuando alguno de nosotros fumaba o levantaba la voz a horas inadecuadas. ¡Nos tenía cortitos!
Una mañana helada de fines de mayo, me levanté temprano para estudiar. Todavía estaba oscuro y acudí al baño a hacer mis necesidades, emponchado con todo el abrigo que tenía, para no helarme en el trayecto. íHabía que ser bien macho para cruzar las heladas baldosas en chinelas! Pero aquel día yo iba preparado y, como solía tomarme mi tiempo, me llevé la revista Sandokán que me había prestado mi amigo, el Enano, justo el día anterior. El baño estaba tan helado como siempre, porque arriba de la puerta de madera con vidrios esmerilados, doña Piedad dejaba entreabierto un ventiluz para que oree, solía decir.
Me acomodé en el inodoro, con mi carga de pulóveres, poncho, gorro y bufanda, y abrí la revista, dispuesto a meterme de lleno en las aventuras del fabuloso Hombre Araña, Mandrake y Tarzán. Sabía que a esa hora nadie me molestaría, todos dormían, incluyendo a doña Piedad y su grupo de gatos, así que me tomé mi tiempo para disfrutar cada viñeta, cada dibujo, cada historia. Al cabo de un rato largo, ya había amanecido, tenía las piernas entumecidas por el frío y la posición, así que dejé la revista a un lado y me dispuse a terminar con mi tarea escatológica. Fue justo en ese instante que me di cuenta de que no había papel higiénico. Busqué atrás del inodoro, en el mueble debajo de la pileta, en el gancho de la toalla. Efectivamente, no había papel higiénico. Obviamente, como suele pasar en estos casos, tampoco había bidet, ni nada que me ayudara en aquella situación desesperada. Intenté llamar al Enano, que dormía plácidamente del otro lado del patio, a riesgo de recibir una reprimenda de la casera. Pero no, no me escuchó.
Mis piernas empezaron a acalambrarse, tenía los pies congelados, los dedos amoratados. Necesitaba pararme, cambiar de posición. Fue entonces que vi la revista a mi lado, sus colores, su papel rugoso. No, no podía. Ni siquiera era mía. Me iba a matar el Enano. Pero no tenía opción. Seguramente él en mi lugar haría lo mismo, pensé, tratando de entenderme, perdonarme y justificar una acción que sin duda me traería culpa y problemas con mi amigo. Así fue el destino de las últimas páginas de aquella mítica revista. Aún hoy recuerdo lo mal que me sentí cuando arranqué las hojas, las arrugué, las usé con tanto pesar, y luego las despedí mientras veía sus colores destiñéndose entre la mierda.