POR MIGUEL ÁNGEL FALCON PADILLA
El fin de año no irrumpe: se posa. Llega como una luz oblicua sobre las cosas, revelando contornos que durante meses preferimos no mirar. No es solo el cierre de un calendario; es una pausa forzada en la que el tiempo, por un instante, parece mirarnos de frente y pedirnos cuentas.
Diciembre tiene algo de umbral. No pertenece del todo a lo que fue ni a lo que vendrá. Es un territorio incierto donde conviven la celebración y el cansancio, la promesa y el desgaste. En Jujuy, como en tantos otros lugares del país, ese umbral encuentra a muchas personas atravesadas por una pregunta silenciosa: cómo seguir cuando lo vivido pesa más que lo esperado.
El año que termina deja marcas. Algunas visibles, otras íntimas. No todo lo que se pierde hace ruido. Hay derrotas que se anuncian en silencio: trabajos que no llegan, proyectos que se diluyen, vínculos que se enfrían, palabras que no se dijeron a tiempo. El fin de año no las inventa, pero las vuelve evidentes.
Sin embargo, algo persiste. Incluso en contextos adversos, hay una obstinación profundamente humana en seguir. No es euforia ni ingenuidad: es una forma de fidelidad a la vida. Brindar, reunirse, encender una luz, no siempre significa celebrar; muchas veces significa resistir. Sostener la esperanza cuando los motivos escasean es, quizá, uno de los gestos éticos más profundos de nuestro tiempo.
Desde una mirada filosófica, el fin de año nos recuerda que el tiempo no se acumula como una suma, sino que se vive como experiencia. No somos la cuenta exacta de nuestros logros, sino la trama de intentos, caídas y aprendizajes que nos constituyen. El cierre de un ciclo no cancela lo vivido: lo integra.
En sociedades acostumbradas a medir el valor en términos de éxito inmediato, diciembre ofrece otra posibilidad: la del balance interior. Persistir, cuidar, no endurecer el corazón frente a la dificultad, también es una forma de victoria, aunque no figure en ninguna estadística ni en ningún discurso.
Quizá por eso el fin de año incomoda. Porque nos obliga a habitar el límite. A aceptar que no todo depende de nuestra voluntad, pero que algo -aunque sea mínimo- sigue estando en nuestras manos: la manera en que atravesamos el tiempo que nos toca.
Cuando el calendario se renueva, no empezamos de cero. Llegamos con lo vivido a cuestas, con menos certezas y más conciencia. Y tal vez allí resida la verdadera posibilidad del tiempo nuevo: no en prometer un futuro perfecto, sino en asumir el presente con mayor lucidez y humanidad.
Cerrar un año, entonces, no es clausurar la vida, sino reconocer su fragilidad y su potencia. Es aceptar que el tiempo pasa, pero que lo esencial -el deseo de sentido, la dignidad de seguir intentando- permanece.
(*) Miguel Ángel Falcón Padilla es doctor en Ciencias Filosóficas, máster en Relaciones Internacionales y licenciado en Historia y Filosofía.