Blanca llamó al comisario para preguntarle cómo había terminado la historia de esa muñeca que mataba gallinas, y Pierro salió para que no lo escuchara. Entonces la muñeca y yo nos quedamos solos, ella ridículamente sentada en una silla, con las manos esposadas, y yo aterrado ante su mirada.
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Blanca llamó al comisario para preguntarle cómo había terminado la historia de esa muñeca que mataba gallinas, y Pierro salió para que no lo escuchara. Entonces la muñeca y yo nos quedamos solos, ella ridículamente sentada en una silla, con las manos esposadas, y yo aterrado ante su mirada.
Es mejor que no haga nada, don Dubin, no quiero cargar con la culpa de que se terminen estos Laberintos, me dijo, saltó de la silla, se sacó de las muñecas unas esposas que le quedaban grandes y se fue por la ventana, que daba a la calle. Cuando Pierro regresó, notó su ausencia y me recriminó con la mirada.
La verdad es que me dejó paralizado, le dije. Me advirtió que no quería matarme y tuve que dejarla escapar por la ventana. Me decepciona, Dubin, dijo sentándose pesadamente en su sillón. Ambos sabíamos que era ridículo dar la orden de salir a buscar a una muñeca, y que nadie creería en su informe.
Decidimos esperar a que sea ella la que diera el próximo paso, estando alertas ante cualquier dato llamativo: robos de gallinas, alguien que la hubiera visto y pensara que era un duende, cualquier cosa que, de todos modos, no sucedió. Todo fue como si a ella y a su historia se las tragara la tierra.
Ninguno preguntó nada, ni nuestros amigos ni los vecinos, seguramente porque nadie quería sacar una conversación tan rara y acaso por respeto, porque nadie quería decir que le había tenido miedo a una muñeca. Sólo al pasar, el comisario me preguntó una vez si no fue algo que me sucedió en la infancia, pero no supe qué responderle.