El agente ruso, que en nada se parecía al malo de las películas norteamericanas sino que, aunque algo ancho, era alto y rubio, había llegado a Berlín sospechando que su misión tenía algo que ver con los jerarcas nazis, pero en una cervecería lo contactó una alemana, que también debía ser comunista, quien le dio pasajes de avión que hacían escala en Río de Janeiro, donde embarcaría para Buenos Aires.
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El agente ruso, que en nada se parecía al malo de las películas norteamericanas sino que, aunque algo ancho, era alto y rubio, había llegado a Berlín sospechando que su misión tenía algo que ver con los jerarcas nazis, pero en una cervecería lo contactó una alemana, que también debía ser comunista, quien le dio pasajes de avión que hacían escala en Río de Janeiro, donde embarcaría para Buenos Aires.
Dicen que el agente de la KGB durmió esa noche con la alemana que le diera los pasajes, pero que a la mañana juntó sus pocas cosas en un maletín de cuero, sin la menor curiosidad por conocer el nombre de la dama, y que tomó un automóvil con rumbo al aeropuerto, con el que sobrevoló toda la Europa de posguerra.
Se demoró dos días frente a las playas cariocas, él, que sólo conocía las frías del Volga, donde comió feijoada, se detuvo en las cinturas mulatas y probó la cachaza, pero ese aguardiente de caña no le supo tan bien como el vodka, al que estaba habituado y descorchó, ya en la noche, en su cuarto de hotel.
En Buenos Aires supo cuál era su misión, que nosotros ignoramos, y empezó el largo viaje hasta Tucumán en tren, donde tomó un ómnibus hacia nuestra provincia, nos dijo Armando, donde llegó a la mesa de la pensión, en cuyo fondo se alojaba, y donde se topó con Humphry Bogart, con quien apenas si cruzó algunas pocas palabras de cortesía.
Lo más probable es que su misión no tuviera nada que ver con la del yanqui, pero los ojos de la mujer que les sirvió el picante de pollo los enfrentó ya de un modo irreversible.