Cuando don Bartolomé conoció a la que iba a ser su esposa, que le dio hijos y nietos y se fue medianamente joven, no se sorprendió de que le llegara el amor. Siempre pensó que lo que le sucedía era la natural consecuencia de esa caricia que aquella otra mujer, la del huayco, le regalara en sus cabellos después de sonreírle y llenarlo de paz.
inicia sesión o regístrate.
Cuando don Bartolomé conoció a la que iba a ser su esposa, que le dio hijos y nietos y se fue medianamente joven, no se sorprendió de que le llegara el amor. Siempre pensó que lo que le sucedía era la natural consecuencia de esa caricia que aquella otra mujer, la del huayco, le regalara en sus cabellos después de sonreírle y llenarlo de paz.
Bartolomé recibió a la mujer que amó como si le estuviera destinada desde el fondo de los tiempos, como si fuera lo más natural del mundo, y del mismo modo la despidió cuando la llevó al cementerio, antes de bajar al pueblo desde los valles altos. Del mismo modo alzó por primera vez a su primera hija, y del mismo modo la besó recién nacida.
Nadie sabía que él obraba así por impulso de esa caricia que recibiera de niño, porque nunca lo decía. ¿Cómo decir algo que, para él, era lo que debía sucederle a todo el mundo? Nadie se detiene a hablar de la respiración o de la alimentación, porque son cosas naturales de las que ni vale la pena hablar, pensaba don Bartolomé. ¿Para qué nombrarlas?
Por ello es que en su vida fue poco a la iglesia, salvo cuando toda la comunidad lo hacía para pasarle misa a algún santito, y pensaba que todo lo que podría decir el padrecito estaba contenido en la caricia de aquella mujer, y de eso no hablaba, o lo había olvidado ya con la vejez, con los tantos años que cargaba como si no le pesaran.
Así como su abuelita sólo le explicó lo sucedido con un beso en la frente, para el hombrecito sencillamente sobraban las palabras, y no esta o aquella, sino todas.