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3 de Septiembre,  Jujuy, Argentina
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En el Cotolengo que perdió su origen al Cotolengo VIP

Miércoles, 03 de septiembre de 2025 00:00

Habitar nuevos lugares solo requiere de tu proyecto de ley y de abrirte a lo sistémico. Soberanía, conciencia: seguir en los espacios de miedo y, en lugar de negarlos, aprender a transitarlos y ampliarlos. El nombre Cotolengo tiene su origen en San Luis Orione (1872 -1940), sacerdote italiano que fundó la Pequeña Obra de la Divina Providencia. Su misión era acoger y cuidar a personas con discapacidad, huérfanos, enfermos y en situación de abandono. Con el tiempo, sin embargo, el término comenzó a usarse de modo coloquial o incluso despectivo, como sinónimo de "locura" o "desorden". Allí ya se advierte un pasaje: de un espacio creado para cuidar, a un significante que etiqueta y excluye.

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Habitar nuevos lugares solo requiere de tu proyecto de ley y de abrirte a lo sistémico. Soberanía, conciencia: seguir en los espacios de miedo y, en lugar de negarlos, aprender a transitarlos y ampliarlos. El nombre Cotolengo tiene su origen en San Luis Orione (1872 -1940), sacerdote italiano que fundó la Pequeña Obra de la Divina Providencia. Su misión era acoger y cuidar a personas con discapacidad, huérfanos, enfermos y en situación de abandono. Con el tiempo, sin embargo, el término comenzó a usarse de modo coloquial o incluso despectivo, como sinónimo de "locura" o "desorden". Allí ya se advierte un pasaje: de un espacio creado para cuidar, a un significante que etiqueta y excluye.

Décadas más tarde, en los años 1960 -70, surgió en Italia el movimiento de desmanicomialización, liderado por Franco Basaglia. Su propuesta -que luego inspiró a América Latina y a la Ley Nacional de Salud Mental N.º 26.657 (2010) en Argentina- planteaba un giro radical: reemplazar el encierro manicomial por un enfoque comunitario, interdisciplinario y de derechos humanos. Ya no se trataba de custodiar a las personas en instituciones cerradas, sino de incluirlas en la vida cotidiana, en hospitales generales, casas de medio camino o centros de día (Rotelli, 2014).

Mientras pensaba en estas transformaciones históricas, vinieron a mí imágenes muy personales. El otro día, viendo episodios de embarradas, se me dispararon sensaciones, recuerdos, preguntas. Durante mucho tiempo, en mi juventud, soñaba con escenarios donde prisiones, psiquiátricos y hospitales se confundían en un mismo paisaje. Eran sueños de dolor, encierro, dependencia. Siempre estaba la sensación de pérdida de libertad y de tener que depender de lo otro, del otro.

Y entonces comprendí algo: esos sueños eran también un espejo de lo social. Porque, al igual que los manicomios, nuestras propias prisiones internas pueden disfrazarse de cuidado, de hábito, de rutina; pero lo que en verdad hacen es encerrarnos. El invierno -con sus capas de quietud y de aparente espera- comenzaba a irse, y sentí que esperar la primavera no podía ser un acto pasivo. Más bien debía ser un gesto de movimiento, de conciencia, de despertar: mirar la verdad y la mentira a los ojos, reconocer los hilos de araña e ilusiones que nos atrapan, y decidir no quedarnos prisioneros de la impotencia

¿En qué prisiones habitas? Pueden ser comunes o pueden ser tan VIP que no te has dado cuenta. ¿Qué cosas no te permitís vivir porque estás prisionero de tus miedos, de tus experiencias pasadas, de los programas familiares? ¿Cuándo y a quién le vendiste tu alma y a cambio de qué?

¿Dónde estás en incoherencia? ¿Cómo manifiesta tu locura? ¿Cómo volvés locos a los demás? ¿Dónde seguís rumiando pasados, enojos, resentimientos? ¿Dónde seguís definiendo tus no cambios por culpar al otro? ¿Dónde seguís intentando entender al otro en lugar de aceptar lo que fue y llevar la luz al entendimiento de que te llevo a vos a ese otro?

¿Dónde aún seguís sin poder mirar lo que tu síntoma te muestra? Ver la relación que hay entre decisiones, dolores, lealtades, no decires, desorden sistémico y cómo tu cuerpo, cual perfecto poeta, te traduce todo en esa metáfora que no podés leer y se la dejás a otro que la descifre.

Al final, todos conocemos el barro, ya sea para haber iniciado el viaje en esta tierra, donde fuimos creados del barro. O el barro al que volvemos como el hijo pródigo y habitamos junto a cerdos por no volver al origen.

El Cotolengo como metáfora cultural

El recorrido histórico nos muestra que el cotolengo dejó de ser solo un edificio: es también un espejo de nuestra cultura. Michel Foucault (1976) señaló que instituciones como cárceles, hospitales y psiquiátricos funcionan como "máquinas de normalización", que no se limitan a encerrar cuerpos, sino que moldean subjetividades y definen lo que es aceptable y lo que no. Así, cuando una sociedad decide segregar, el encierro físico se transforma en una metáfora del encierro interior: miedos, culpas y programas familiares que nos aíslan aun estando libres.

Esta mirada se enlaza con la psicología contemporánea. Joseph Dispenza (2019) explica que cada pensamiento repetido configura redes neuronales que terminan programando nuestra biología. Permanecer en estado de "supervivencia" nos mantiene dentro de un cotolengo invisible: resignación, impotencia, exclusión. En cambio, abrirnos a estados creativos nos permite desprogramar esos hábitos, expandirnos y recuperar soberanía. La metáfora cultural se vuelve entonces metáfora personal: lo que ocurre en la sociedad se refleja en cada uno de nosotros.

Pero este encierro no se limita al plano psicológico. La economía también nos atraviesa. AmartyaSen (1999) afirma que la pobreza no se reduce a ingresos: es, sobre todo, privación de capacidades. Cuando aceptamos la exclusión como normal, nos atrapamos en un cotolengo social que condena a sobrevivir en lugar de generar, crear y decidir. Por eso, hablar de descolonización hoy no solo implica revisar estructuras externas, sino también desmantelar los programas internos de "no poder". Descolonizarnos significa transformarnos en soberanos de nuestras vidas, más allá de los contextos que nos atraviesen.

El poder de sanar en comunidad

La historia demuestra que la sanación no siempre ocurre desde arriba hacia abajo, sino en la fuerza comunitaria. Tras la Guerra de Malvinas, más allá de la derrota militar, más allá de las políticas sin alma y con ansias de poder, más allá de los dobles discursos, de los silencios y de lo que quizás nunca salga a la luz -o salga y resulte increíble-, veteranos y comunidades se organizaron para transformar el dolor en espacios de memoria y acompañamiento mutuo (Guber, 2001). De la misma manera, procesos como la desmanicomialización en Trieste, Italia, mostraron que era posible cerrar manicomios y crear redes comunitarias donde antes solo había exclusión (Rotelli, 2014).

Como psicóloga y coach, sostengo que cada vez que decidimos abrir un espacio de escucha, de aprendizaje compartido o de creación colectiva, estamos desmontando un cotolengo invisible y sembrando un lugar de poder (Arraya, 2025). Ese poder no es dominio sobre otros, sino soberanía interior y comunitaria: conciencia de que juntos podemos transformar dolor en belleza y exclusión en comunidad.

Si no despertamos, seguiremos repitiendo la lógica del cotolengo. Pero si despertamos, si nos asumimos soberanos de nuestras vidas, podemos crear comunidades sanadoras que honran la dignidad, amplían las capacidades y nos recuerdan que sanar no es un acto individual, sino una práctica colectiva de humanidad.

El verdadero poder comienza cuando pasamos del análisis descriptivo al reconocimiento de nuestro ámbito de acción: allí donde podemos ejercerlo. Porque las utopías dejan de serlo cuando comprendemos el sentido real del poder y de la libertad.

 

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