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La Paloma

Lunes, 02 de septiembre de 2024 01:04

La simple y monótona vida de María Tolosa cambió drásticamente hace cinco días cuando una paloma aterrizó en su balcón justo cuando se disponía a arreglar las flores de sus canteros. Durante meses los había descuidado, y ahora que los rayos de sol calentaban más, se propuso recuperar aquella pequeña porción de naturaleza que tenía en su minúsculo departamento.

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La simple y monótona vida de María Tolosa cambió drásticamente hace cinco días cuando una paloma aterrizó en su balcón justo cuando se disponía a arreglar las flores de sus canteros. Durante meses los había descuidado, y ahora que los rayos de sol calentaban más, se propuso recuperar aquella pequeña porción de naturaleza que tenía en su minúsculo departamento.

El balcón medía dos metros cuadrados. En él sólo había espacio para una maceta grande en el piso y tres rectangulares colgadas del barandal en las que solían crecer coloridas flores que la dueña disfrutaba desde el pequeño sillón de mimbre que había dispuesto en ese mismo minúsculo balcón. Aquella mañana de sábado entre ramas secas, tierra negra y plantines de petunias y margaritas, María tardó en advertir que una paloma la observaba apoyada cómodamente sobre el respaldar del sillón. Cuando la vio, pegó un alarido y la espantó.

Odiaba las palomas, eran una plaga en su edificio, se metían por todos los recovecos, cagaban paredes y pisos. Le parecían asquerosas, insistentes y desafiantes. La paloma desapareció por unos minutos y luego volvió. “Yu Yu, fuera” le gritó María agitando una rama para espantarla. Pero era caprichosa y desobediente la rata con plumas.

Volvía una y otra vez. María trató de ignorarla, pero no podía, sentía ese par de ojos constantes en la nuca. “Qué molestia”, pensó. En cuanto terminó sus labores se metió al departamento, tratando de calmar sus ánimos. Ese bicho asqueroso le había cambiado sus planes de arreglar sus macetas y un mal humor insoportable la embargó. Por la tarde la paloma seguía instalada en el balcón, su cabeza se quebraba hacia la derecha, hacia la izquierda, arriba y abajo, tratando de ver por entre las gruesas cortinas del ventanal que María se había visto obligada a cerrar.

“íQué mierda!” se la pasó diciendo todo el día y a medida que transcurrían las horas, le iba agregando insultos a la desconsiderada paloma.

Durante la noche, la escuchó caminar ruidosa sobre el mimbre del sillón, hasta que a la madrugada empezó a gorjear. “Mañana la mato”, pensó. El domingo a las siete de la mañana María llamó al encargado del edificio quien, tan amable como siempre, acudió a su departamento. ¡Nadie llama tan temprano si no fuese por una emergencia! María le explicó el caso, el hombre se fue y al minuto volvió con una piñata espantosa y remendada que le entregó a María. “Póngala en su balcón, las palomas se espantan y no vienen”, le dijo el encargado, decepcionado por tal urgencia. Hubiese preferido un caño roto, un corto circuito, una gotera, un “algo” más importante, que le justificara una propina de la vecina.

Pero no, “¡una paloma!, ¿qué le voy a cobrar?” dijo el hombre mientras esperaba cabizbajo al elevador. La paloma no se asustó con la piñata, se apoyó sobre ella y empezó a darle unos fuertes picotazos, dejando caer montones de papelitos sobre las flores recién plantadas. María observaba entre las cortinas, muerta de rabia, desquiciada. No había dormido la noche anterior, y la solución casera del encargado no había cumplido con su objetivo de espantarla. Entonces decidió tomar una escoba, abrió el ventanal del balcón y salió a los gritos, dispuesta a matar.

La paloma revoloteó un rato esquivando los escobazos hasta que María se cansó. El balcón era un completo desastre con los restos de piñata esparcidos sobre las flores aplastadas de las macetas colgantes. Exhausta, derrotada, María dejó caer la escoba y se sentó en su sillón de mimbre. La paloma, que a esta altura ya le había perdido el miedo, el respeto y la consideración, se posó muy campante sobre la baranda, frente a ella, mirándola con sus ojos saltones y quebrando el cuello a uno y otro lado, como queriendo llamar su atención.

Por primera vez María la miró, con odio, pero la miró, fijamente. Fue en ese instante que notó, por primera vez, que en una de las patas del ave había adosado un pequeño paquete color café, una carterita de cuero. María se aproximó, cuidadosa.

Ya no quería espantarla, pero no había riesgo, la paloma permaneció inmóvil, mansa. Con suavidad, María acercó sus manos, abrió la cinta pasante que ajustaba el pequeño paquete y lo retiró. Adentro, en un minúsculo papel enrollado, leyó: “María, amor mío, me ha costado años encontrarte, quiero verte. Llámame. Tel 54541153689.

Tuyo, Felipe”. María se estremeció. Soltó el pequeño papel como si de pronto empezara a arder entre sus manos. ¡No podía ser! ¡Tenía que ser un sueño! Una mala broma. Intentó razonar, pero no podía, y rompió en llanto. Felipe había fallecido hacía seis años, ella misma vio como tapaban con tierra su féretro. Buscó la paloma, pero ya se había ido.

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