No recuerdo quien, dijo Aurelia, pero alguien dijo que una buena pelea dignifica cualquier causa. Lo dijo con ese tono modesto de quien no quiere alardear de las citas, y Pierre Donadou Quispe la interrumpió para sugerir que pudo haber sido Nietzsche. Aurelia sonrió levemente.
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No recuerdo quien, dijo Aurelia, pero alguien dijo que una buena pelea dignifica cualquier causa. Lo dijo con ese tono modesto de quien no quiere alardear de las citas, y Pierre Donadou Quispe la interrumpió para sugerir que pudo haber sido Nietzsche. Aurelia sonrió levemente.
Comprendimos que esa mujer tenía las suficientes lecturas en su memoria como para tenerse por culta, aunque, como apostador que llega a una mesa y no alardea de los billetes que carga en el bolsillo, prefería ocultarlo. Al padrecito, a quien tampoco se le escuchaban versículos ni referencias, aprobaba la actitud. Había palos, había cadenas y había puños, nos siguió narrando con esa voz suave y dulce que parecía contradecir los recuerdos, y yo lo miraba todo tras un murito derruido de lo que fuera la cocina de esa casa abandonada. Se oyeron varios gritos, pero eran más de los que pegaban que de las víctimas.
En algún momento, cuando ya eran muchos los lastimados, el sol rozó la copa espesa de un árbol para anunciar que debían buscar un atajo que resolviera el asunto pronto, y como si estuviera pautado por alguna ley nunca dicha, dos de los hombres, que eran jóvenes y robustos, quedaron en el medio, cuyo piso era de tierra. Uno era mayor al otro. El menor era también más bajo pero sus hombros duplicaban el ancho del alto, veterano ya de tantas peleas y soberbio. Los otros supieron que la suerte de la fama premiaría al que primera entre ellos, y se sentaron para verlos. Los que iban a pelear dejaron uno un cuchillo y otro un palo en el suelo.