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Tras esa final del Sub 16 y los rumores de que lo compraba el Barcelona, no volvimos a escuchar hablar de ese Dieguito que vimos jugar por primera vez en las calles de nuestro barrio de Tilcara. Tratamos de buscar noticias suyas, pero no estaba en el facebook ni había modo de googlearlo.
Le habíamos perdido el rastro y las noticias deportivas, impiadosas como todas las noticias, pronto dejaron de hablar de él. No lo volvimos a ver aparecer en las formaciones de Boca. Parecía habérselo tragado la tierra. Su madre, condenada a vivir de las empanadas que vendía, levantaba los ojos, triste, cuando le preguntábamos.
Sólo levantaba los hombros y callaba, como si temiera lo peor. La vimos cerrar el negocio, alquilar la casa del centro que le había comprado su hijo con sus primeros ingresos, y regresar al barrio. Sin embargo no había, tampoco, malas noticias sobre nuestro Dieguito, tal vez sólo fuera un impás de su carrera.
Pasaron los años, conté en estos Laberintos otras historias, hasta que lo vi bajar de un ómnibus. Llevaba en una mano un bolso y de la otra un changuito que se le parecía demasiado. Tras ellos iba una mujer bastante bonita, pero de ninguna manera la botinera que le hubiéramos imaginado. Nos vio, nos saludó con la mano y alzó un bollo de papel del suelo con la punta del zapato, haciendo jueguitos como para que supiéramos que se trataba de la misma persona.
Entonces se nos acercó, nos dio la mano y nos preguntó por cómo nos iba, pero nosotros sólo queríamos saber qué había sido de su vida.