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15 de Octubre,  Jujuy, Argentina
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Fragmentos de Hugo Irureta en Tilcara

Lunes, 09 de mayo de 2016 01:30
<p>EXPOSICIÓN EN TILCARA/ EXPONEN OBRAS DE HUGO IRURETA EN LA VILLA QUEBRADEÑA.</p>

A un año de la noticia de la partida de don Hugo Irureta, uno intenta como al descuido entrar por esa puerta de la esquina de Bolívar y Belgrano que es la de su museo, y en la primera y más amplia de las salas, contra la pared del fondo, una obra suya al lado de la otra donde, hasta el homenaje que se le realizara la semana pasada, había tanta otra ajena que me enseñó a conocer revelando detalles tan sabrosos como las pinceladas.

Una mirada rápida no me deja ver alguno de sus paisajes boquenses que esperaba encontrar, que sólo vi en catálogos o en sus manos.

Como visitante, de todos modos, uno debe ver lo que seleccione quien tiene la muestra a su cargo, y la obra de Irureta es tan amplia que puede tomarse por cualquier parte.

Hay, por ejemplo, dos cuadritos pequeños en los que vale la pena detenerse. Uno nos muestra casas contra el cerro cubierto de nubes, al lado de la casa una hilera de árboles y, delante, la playa seca del río. Se me hace que debe ser un lugar de Huichaira, pero el paisaje no hace foco en ninguna parte buscando por doquier deshacerlo en manchas. Es bello como el que tiene arriba: una naturaleza muerta de dos botellas sobre rectángulos de lo que podría ser la luz, y un conjunto de objetos coloridos delante, cuyos cuerpos se confunden en una sucesión de kermes.

Luego, en otra pared, sus fragmentos andinos. Uno al lado del otro, desgarrados como objetos desprotegidos de la totalidad a la que pertenecieron. Solía revelar sus orígenes, como aquel que brotó de los ideogramas con que un turista japonés lo felicitó en el cuaderno de visitas del museo. Parecen trozos de telas halladas en un sitio arqueológico o aquello que dejó el tiempo en la pared de una cueva donde antaño hubo una composición rupestre. Me recuerda a Jorge Luis Borges, que de tanto leer los fragmentos que tenemos de Heráclito y de Parménides imaginó una obra ya pensada como segmentos de texto que remiten a una unidad perdida, pero que gestada así es una totalidad con aspecto de fragmentos. Su vida misma como el fragmento de un ciclo mayor que comienza en estas tierras, donde no vivieron sus abuelos, para extenderse como una flecha hacia el futuro, donde sus cuadros figurarán como una posible interpretación de aquella visión del mundo. Finalmente, alguien verá sus cuadros como retazos de esa misma estética, sin dejar de ser por ello, para el ojo astuto, una obra personal, acaso como la de aquellos que daban noticias de su vida y de sus ritos en las piedras, las vasijas y las telas.

Pero me toma del brazo y me lleva al centro de la sala, donde sobre un atril está la pintura del jarrón con flores que pintara hacia los años cincuenta. ¿Lo ves?, me dice y no alcanzo a comprender su pregunta. ¡Esto también es un fragmento!, me dice.

La naturaleza muerta es un trozo arbitrario de esa mesa, de la habitación donde estaba la mesa con el jarro y con las flores. La habitación misma es un fragmento de la casa como el año de 1954 lo es de su vida: toda obra de arte es un pedazo de una totalidad que, al fin, es parte de algo mayor.

Me vuelvo y me parece verlo sonreírme, quisiera decirle que al fin hay una totalidad que contiene al resto, a lo que a veces llamamos Dios, pero prefiero responderle que en el caso del jarro con las flores, ese fragmento puedo decirlo con palabras, pero apenas si puedo balbucear algo así como una explicación de las otras. Ese es otro tema, me dice Hugo Irureta y le devuelvo la sonrisa.

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