Yo me senté junto al machado bajo el árbol en el que había cantado la calandria, y tomé un trago de su torpe vino al tiempo que la noche brillaba contra el horizonte aún iluminado. ¿Usted ve lo que yo veo?, le pregunté al machado como si pudiera servirme de testigo.
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Yo me senté junto al machado bajo el árbol en el que había cantado la calandria, y tomé un trago de su torpe vino al tiempo que la noche brillaba contra el horizonte aún iluminado. ¿Usted ve lo que yo veo?, le pregunté al machado como si pudiera servirme de testigo.
Cada noche veo como el cerro Cono se extasía con el seno del Morado, que se asoma en el escote del Huasamayo, y aunque sólo una vez vi cómo el Cono se distrae con la espalda desnuda del cerro Negro, nunca me pasó esto de ver como el Cono se echa el poncho sobre el hombro y saca el cuchillo para defender su deseo.
El cerro Negro alzó sensual su espalda desnuda hacia el oriente, el Morado escondió su seno en el escote del Huasamayo y yo, que bebía otro trago, y dije que cuando pasan estas cosas debe ser señal de que algo raro va a pasar.
Si pasan estas cosas, me dijo el machado con mejor criterio que el mío, es que ya están pasando cosas raras. ¿Pero usted no me dijo que ve escenas parecidas cada tarde?, le pregunté. Es que no por cotidianas dejan de ser raras, me respondió derribando demasiadas certezas de las ciencias de la cultura y de la mente.
Pero no terminaba de decirlo cuando vimos que el cerro Cono se nos acercaba, se arrodillaba a nuestro lado y nos preguntaba si alguna vez habíamos visto una espalda tan hermosa como la del cerro Negro.
¿Pero usted no pasaba el día mirando el seno del Morado en el escote del Huasamayo?, le preguntó el machado al cerro Cono cuando el padrecito, que escuchaba con mis compadres este cuento, decía que ya esto era demasiado.
