Hace muy poquito festejé mi cumpleaños, celebración muy importante para mí, y acerca de eso se trata mi escrito de hoy.
Festejar un cumpleaños no es solamente apagar velas en una torta, recibir regalos o rodearse de amigos y familiares en una mesa bien servida. Es mucho más que eso: es honrar el milagro de estar vivos, es detenernos un instante para mirar el camino recorrido y agradecer la posibilidad de seguir adelante con nuevos sueños, aprendizajes y esperanzas.
Cada año que sumamos no es una resta de tiempo, sino una oportunidad de reconocernos, de valorar lo transitado y de elegir con conciencia cómo queremos vivir lo que viene.
A menudo, en la rutina diaria, pasamos por alto que cada día es un regalo. Nos levantamos, hacemos nuestras tareas, cumplimos con obligaciones, nos preocupamos por lo que falta o lo que no sale como deseamos. Y en medio de ese torbellino, olvidamos que respirar, sentir, amar, compartir, ya es motivo suficiente para celebrar.
El cumpleaños, entonces, funciona como una especie de recordatorio sagrado: una fecha marcada en el calendario que nos dice que, más allá de todo lo vivido, seguimos aquí, de pie, con la posibilidad de reír, de abrazar y de transformar nuestra existencia.
Celebrar el cumpleaños es también reconocerse como protagonista de una historia única. Cada persona tiene una biografía irrepetible, con luces y sombras, con momentos de gloria y también con heridas. Nada de eso es casual, todo ha contribuido a moldearnos en lo que somos. Detenernos a festejar significa abrazar esa totalidad: no sólo los aciertos, sino también los errores; no sólo las victorias, sino también las pérdidas. Porque la vida no se mide únicamente en éxitos, sino en la capacidad de aprender y de seguir caminando a pesar de las dificultades.
Muchas veces escuchamos frases como "ya no quiero festejar, no me gusta cumplir años" o "prefiero que pase desapercibido". En realidad, detrás de esas palabras puede esconderse el miedo al paso del tiempo, a la vejez o a la conciencia de la finitud. Pero cumplir años no es envejecer, es crecer. Cada año trae consigo sabiduría, nuevas experiencias y una perspectiva más profunda de la existencia.
Cumplir años es tener el privilegio de estar aquí, cuando tantos otros ya no pudieron seguir. Es tener la posibilidad de seguir escribiendo capítulos en el libro de nuestra vida.
El cumpleaños, además, es una ocasión para la gratitud. Agradecer por el cuerpo que nos sostiene, aunque a veces se canse o duela. Agradecer por la familia, por los amigos, por los encuentros que nos acompañan en este tránsito. Agradecer por los aprendizajes, incluso aquellos que llegaron de la mano del dolor. Agradecer por los sueños cumplidos y también por los que siguen latiendo en nuestro corazón, porque ellos nos impulsan a caminar. La gratitud convierte la celebración en un acto espiritual: no es solo fiesta externa, sino un reconocimiento profundo de lo recibido. Y también es compartir.
Cuando nos reunimos con quienes queremos, no sólo celebramos nuestra vida, sino la de todos los que nos rodean. El cumpleaños es una excusa para encontrarnos, para decirnos con gestos y palabras cuánto nos importamos mutuamente. En esa mesa donde se reparten risas, abrazos y miradas, se teje la red invisible que nos sostiene en los días difíciles.
Festejar no es un acto egoísta, es un acto de comunión, porque la vida tiene sentido en relación con los otros. Además, nos permitimos conectar con nuestra niña o niño interior. Ese ser curioso, alegre, espontáneo, que alguna vez sopló las primeras velitas con los ojos brillando de ilusión. Tal vez la adultez nos vuelva más serios o desconfiados, pero el cumpleaños nos devuelve esa chispa, ese derecho a pedir deseos, a creer que algo nuevo y bueno está por llegar. Y en ese gesto, recordamos que la esperanza nunca se pierde, que siempre hay motivos para soñar.
Cada cumpleaños puede ser visto como un ritual de paso. Al cruzar el umbral de un nuevo año, dejamos atrás lo que ya no nos pertenece: viejas creencias, vínculos que no suman, culpas o cargas innecesarias. Y al mismo tiempo, abrimos la puerta a nuevas posibilidades, a proyectos que se gestan, a caminos que aún no hemos transitado.
Festejar no es negar el pasado, es honrarlo, agradecerlo y al mismo tiempo mirar hacia adelante con confianza. Hay algo profundamente sanador en celebrar la vida. Porque al hacerlo, nos reconciliamos con ella. Dejamos de reclamar lo que no fue y comenzamos a reconocer lo que sí está. Nos abrimos a la belleza de lo simple: una sonrisa, una caricia, un canto compartido.
La celebración nos enseña que la vida no es algo que hay que sobrevivir, sino algo que merece ser vivido con intensidad, con entrega y con gratitud. También es una oportunidad para renovar compromisos con uno mismo. Tal vez no haga falta hacer listas de propósitos interminables, pero sí detenernos a preguntarnos: ¿cómo quiero vivir este nuevo ciclo? ¿Qué quiero soltar? ¿Qué quiero cultivar? Ese instante de introspección convierte a la celebración en un acto de conciencia. No se trata solo de sumar años, sino de darles sentido.
Y aunque la vida no siempre es fácil, aunque a veces parezca injusta o dolorosa, siempre guarda en sí misma un misterio de amor. Festejar el cumpleaños es reconocer ese misterio, es decirle sí a la existencia, con todo lo que trae. Es abrazar la certeza de que cada instante vivido vale la pena, porque nos transforma, nos enseña y nos conecta con lo esencial. Por eso, cuando llegue nuestro próximo cumpleaños, más allá de los regalos o de la fiesta, regalémonos un instante de silencio para agradecer. Agradecer el aire que entra en los pulmones, la mirada de alguien que nos quiere, la posibilidad de estar presentes. Y luego, sí, brindemos, cantemos, riamos, porque la vida se alimenta de esos gestos sencillos que la vuelven extraordinaria.
En definitiva, festejar el cumpleaños es celebrar la vida en toda su magnitud. Es agradecer el camino andado y abrirnos al que vendrá. Es un acto de amor hacia nosotros mismos y hacia quienes nos rodean. Es reconocer que cada año no es una pérdida, sino un tesoro ganado. Y es, sobre todo, un recordatorio de que vivir es un privilegio que merece ser celebrado con gratitud, con alegría y con esperanza. Namasté. Mariposa Luna Mágica.