Viajé con mi hija mayor. Fue un viaje soñado, de esos que una guarda en el corazón como una joya brillante, cálida y viva. No se trató solo del destino al que fuimos ni de los paisajes que contemplamos. Fue mucho más que eso. Fue un viaje compartido con amor, con profunda conexión, con la certeza de que estábamos viviendo algo que, aunque no podíamos aún nombrar por completo, sabíamos que nos transformaría para siempre.
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Viajé con mi hija mayor. Fue un viaje soñado, de esos que una guarda en el corazón como una joya brillante, cálida y viva. No se trató solo del destino al que fuimos ni de los paisajes que contemplamos. Fue mucho más que eso. Fue un viaje compartido con amor, con profunda conexión, con la certeza de que estábamos viviendo algo que, aunque no podíamos aún nombrar por completo, sabíamos que nos transformaría para siempre.
Estar juntas, sin apuros, sin rutinas que apremian, nos regaló un tiempo distinto. Hubo risas, conversaciones largas, silencios cómodos, complicidad. Nos descubrimos desde otro lugar. No como madre e hija en el vértigo cotidiano, sino como dos mujeres caminando juntas, mirándose con ojos nuevos, con respeto, admiración y ternura. Uno de los momentos más significativos para mí fue poder escuchar de su boca algunas observaciones sobre mi forma de ser. Características que no siempre me hacen bien ni a mí ni a quienes me rodean.
No fue un juicio, no fue una crítica. Fue una entrega amorosa. Dicha por una hija ya adulta, con madurez, con inteligencia emocional y con una amabilidad que me tocó el alma. Pude recibir esas palabras con humildad, con gratitud, con ese dolorcito dulce que aparece cuando una sabe que tiene delante una gran oportunidad de crecer. Esa conversación quedó resonando dentro de mí. Me dejó la tarea, silenciosa pero firme, de mejorar un poco más cada día. No desde la exigencia, sino desde el amor.
Desde el deseo profundo de ser una mejor versión de mí misma. No por obligación, sino porque el vínculo lo merece, porque yo lo merezco. Pero el viaje me trajo muchos más descubrimientos. Ver a mi hija en su adultez plena fue profundamente conmovedor. Reconocí en ella una mujer sabia, sensible, paciente, amorosa. Observé con admiración su manera de vincularse con el entorno, con las personas, con los animales, con las plantas. Tiene una forma de habitar el mundo que me emociona. Hay en su mirada una ternura que abraza, en sus gestos una calma que contagia, en sus palabras una profundidad que inspira. La vi hablar con los árboles, acariciar con respeto a los animales que se cruzaban en nuestro camino, detenerse ante una flor silvestre como quien escucha un secreto antiguo.
Fue como mirar la vida a través de sus ojos, y sentir que el mundo se vuelve más amable cuando uno lo mira así, sin apuro, sin juicio, con amor. Yo también me sorprendí a mí misma. Me vi disfrutando desde un lugar tranquilo, sereno, lleno de merecimiento. Disfruté los paisajes, sí -increíblemente bellos, dignos de postal-, pero sobre todo disfruté desde dentro. Desde ese lugar íntimo donde la gratitud se instala sin necesidad de palabras. Sentí que todo estaba bien, que no me faltaba nada, que ese instante contenía una belleza que no necesitaba adornos. La vida tiene estos regalos cuando una se permite el descanso, la apertura, el vínculo sincero. Cuando se baja el ritmo y se sube la escucha.
Cuando se mira al otro no desde la expectativa, sino desde la presencia. Así fue este viaje: un acto de presencia mutua, de encuentro, de espejo limpio en el que nos miramos con amor. Y por supuesto, hubo momentos simples que quedarán grabados en la memoria: las charlas bajo el sol, las caminatas sin destino, las carcajadas espontáneas, las comidas compartidas, las miradas cómplices, el solo hecho de estar juntas, sin obligaciones, con libertad.
Momentos que no tienen un gran título, pero que en su humildad guardan la esencia de lo que verdaderamente importa. Este viaje no fue solo un viaje. Fue una puerta que se abrió a nuevas formas de amarnos, de comprendernos, de acompañarnos. Fue un abrazo largo que duró varios días. Fue un ritual silencioso de transformación. Y cuando una experiencia toca el alma de ese modo, ya nada vuelve a ser igual. Sigo procesando lo vivido. Hay huellas frescas que todavía están asentándose. Pero ya sé que hay algo que se acomodó, que se iluminó, que encontró su lugar dentro de mí. Y sé también que lo más valioso no lo guardé en fotos, sino en el corazón. Namasté. Mariposa Luna Mágica.
(*) ldmjujuy2@gmail.com.