Hay momentos en la vida en los que no queda más remedio que esperar. No importa qué tan rápido latan nuestras ganas ni cuánta urgencia tenga el alma por ver resultados, respuestas o señales. Hay situaciones que simplemente requieren tiempo, silencio, maduración. Y ahí, justo en ese intermedio a veces incómodo, aparece una pregunta decisiva: ¿Quién elijo ser mientras espero? Porque la espera, aunque parezca vacía, nunca es neutra. Se convierte en un escenario íntimo donde se revelan nuestras sombras, nuestras luces, nuestras heridas abiertas y nuestros anhelos más hondos.
No esperamos de manera pasiva: mientras esperamos, nos vamos convirtiendo. Esperar puede doler. Puede mostrar la impaciencia escondida, la ansiedad que recorre el cuerpo, la sensación de falta de control que a tantos nos cuesta atravesar. A veces la espera es una pausa impuesta: un resultado médico, una respuesta que no llega, un proceso que se demora, un vínculo que tarda en definirse, un proyecto que necesita su tiempo para brotar. Otras veces es una pausa elegida, una especie de respiración profunda en la que nos damos permiso para entender hacia dónde queremos ir, quiénes somos y qué queremos construir. Pero en ambos casos la pregunta es la misma, y su respuesta puede cambiarlo todo. Mientras esperamos podemos elegir convertirnos en alguien que se desespera o en alguien que se escucha. En una versión impaciente, rígida y temerosa, o animarnos a ser alguien que confía, que se sostiene, que se abraza.
La espera es un territorio fértil para la transformación, aunque desde afuera parezca un tiempo detenido. Por dentro, si nos atrevemos a mirar, pasan cosas fundamentales: se ordenan prioridades, se aclaran emociones, se resignifican dolores, se abre espacio para lo que realmente importa. Muchas veces la vida hace silencio para que podamos escucharnos. En ese tiempo suspendido solemos confrontar la parte más vulnerable de nosotros: la que quiere certezas, la que teme perder, la que se siente pequeña frente a lo desconocido. Esa parte que se activa cuando las cosas no suceden en el tiempo que imaginábamos. Pero también puede aparecer otra fuerza interna, más suave y más sabia, que susurra: "Estoy acá, no estás sola, aunque no lo veas estás creciendo".
La espera se vuelve entonces una maestra que se toma su tiempo para mostrarnos dónde aún necesitamos fortalecer nuestra confianza, nuestro autoapoyo, nuestra capacidad de sostenernos sin apuros. Esperar no es detener la vida, aunque así lo creamos a veces. Es respirar, es dejarnos acompañar por el ritmo natural de las cosas, que rara vez coincide con el ritmo acelerado que nos exige la mente. Elegir quién ser en ese intervalo es un acto de profunda responsabilidad afectiva con uno mismo. Es mirarnos con honestidad y ternura, y decidir si queremos transitar ese trecho desde la angustia o desde la serenidad posible. Porque la serenidad no siempre aparece sola: muchas veces hay que cultivarla, buscarla, invocarla.
En la espera se revelan nuestras creencias más profundas. ¿Creo que la vida está en mi contra, o puedo confiar en que todo tiene un sentido que quizá aun no comprendo? ¿Creo que, si no controlo, pierdo? ¿Creo que merezco lo que estoy esperando o me saboteo anticipando lo peor? Lo que respondamos a esas preguntas moldea nuestra experiencia mientras esperamos. No podemos acelerar el tiempo, pero sí podemos suavizar la forma en que lo habitamos. A veces esperamos con miedo, otras veces con esperanza. Y otras, con ambas emociones mezcladas, haciendo equilibrio entre la ilusión y la inquietud. Y es ahí donde cobra sentido la palabra elegir. Porque, aunque no podamos elegir el ritmo de lo que viene, sí podemos elegir el tono con el que lo transitamos. Podemos elegir respirar hondo, elegir pedir ayuda si la necesitamos, elegir hablar de lo que nos pasa, elegir caminar, escribir, llorar o agradecer. Podemos elegir sostenernos un poquito más amable y más comprensivamente.
Mientras espero puedo elegir ser alguien que se maltrata con pensamientos duros o alguien que se acompaña con palabras que reparan. Puedo elegir mirar el reloj con desesperación o mirar hacia adentro para descubrir qué parte mía se está transformando; que la espera sea una tortura o una oportunidad. Una pausa estéril o una cuna de crecimiento. Vivirla con el cuerpo tenso o con el corazón disponible. Y esa elección no la determina nadie más que yo. La espera también nos invita a soltar. Soltar expectativas rígidas, soltar fantasías que ya no encajan con quienes somos hoy, soltar temores heredados que ya no nos sirven. A veces lo que esperamos no llega porque primero necesitamos abrir espacio, porque estamos sosteniendo algo que ya venció, que ya caducó, que ya pesa demasiado.
La vida tiene su manera particular de empujarnos hacia lo que necesitamos, incluso cuando no coincide con lo que queremos en ese instante. Y a veces nos pide que esperemos justamente para que podamos ver mejor. Y, sin embargo, esperar no es quedarnos quietos interiormente. Es seguir latiendo, seguir creando, seguir apostando. Es tomar acciones pequeñas que sí dependen de nosotros, es alimentar el alma con lo que nos hace bien para fortalecer la paciencia. Es observar nuestros pensamientos y elegir cuáles alimentar y cuáles no. Es recordar que incluso cuando aún no vemos la flor, la semilla está trabajando bajo tierra. Hay esperas que se vuelven más livianas cuando elegimos ser amorosos con nosotros mismos. Cuando recordamos que no todo tiene que estar resuelto ya. Que no somos máquinas, que no tenemos la obligación de entender todo de inmediato. Que podemos descansar en la simpleza de abrazarnos mientras tanto. Porque el mientras tanto, también es vida. Y merece ser vivido con presencia.
Quizás la pregunta más transformadora no sea "¿cuándo llegará lo que espero?", sino "¿cómo quiero llegar yo al momento en que eso finalmente ocurra?". ¿Quiero llegar rota de ansiedad o fortalecida desde la calma? ¿Quiero llegar agotada, agotado, o en paz? ¿Quiero llegar sintiéndome víctima de la espera o dueña/ dueño, de mi proceso? La respuesta a esas preguntas dibuja el camino. Y ese camino es una elección íntima, silenciosa, profundamente personal. Al final, la espera nos confronta con nuestra capacidad de sostenernos. Con nuestra fe en nosotros mismos. Con la forma en que caminamos incluso cuando el horizonte todavía no se ve claro. Elegir quién ser mientras esperamos es elegir la calidad de nuestra vida. Porque el tiempo pasa igual, pero cómo lo vivimos hace toda la diferencia. Y tal vez, solo tal vez, la vida nos regala la espera para que podamos convertirnos en la persona que podrá recibir aquello que viene. Porque a veces, sin darnos cuenta, lo que esperamos también nos está esperando a nosotros. Y entonces entendemos: mientras espero, me estoy haciendo. Mientras espero, me estoy encontrando. Mientras espero, me estoy eligiendo. Y esa elección, más que cualquier resultado, es lo que verdaderamente transforma. Namasté. Mariposa Luna Mágica.
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