La semana pasada iniciamos reflexionando y dando voz a un miedo. Propusimos abrir la posibilidad de explorar aquello que muchas veces reprimimos, como si nombrarlo le diera más poder. Sin embargo, reconocer lo que tememos nos abre una oportunidad profunda: tomar conciencia y mirar qué nos intenta mostrar esa emoción. Una lectora nos escribió: "Mi miedo es a que se mueran mis familiares, especialmente mis padres que ya están mayores".
Este testimonio nos posiciona frente al miedo más universal: la vulnerabilidad de quienes amamos, y con ella, nuestra propia fragilidad. Desde la psicología evolutiva y la teoría del apego, los padres y cuidadores son nuestros primeros reguladores emocionales; el cuerpo aprende a calmarse gracias a la presencia del otro. Por eso, cuando ellos se deterioran o sufren, nuestra estructura se tambalea. La psiconeuroinmunología ha demostrado que anticipar constantemente la pérdida activa el eje del estrés (hipotálamo-hipófiso-adrenal) y genera respuestas biológicas de inflamación y ansiedad (Dhabhar, 2018). Es decir: el cuerpo empieza a vivir la pérdida antes de que ocurra.
Pero no es solo el miedo a la muerte en sí. Desde la Gestalt comprendemos que lo que duele es aquello que queda sin cerrar: la palabra retenida, el abrazo postergado, la despedida inconclusa. Desde la Biodecodificación la pregunta crucial es: ¿qué parte de mi historia infantil se reactiva cuando veo a mi figura protectora frágil? Quizás no tememos sólo la muerte del otro, sino la desprotección de nuestro propio niño interno.
Entonces... ¿qué nos muestra realmente este miedo? Nos abre un abanico inmenso para sentir, mirar y pensar. Porque si la vida es un viaje cuyo destino seguro es la muerte, ¿por qué nos aterra algo que siempre supimos que iba a ocurrir? Tal vez no tememos al final, sino al vacío que queda cuando ya no tenemos a quien mirar para orientarnos.
Pienso en quienes acompañan a quien ha sufrido gran parte de su vida -por violencia, injusticias, abandono- y ahora transitan, como si fuera la última curva, una enfermedad terminal. Allí surge otra capa: una mezcla de tristeza, impotencia y rabia, porque la despedida llega justo cuando la vida nunca les devolvió lo que merecían. No se teme solo la muerte; se teme la sensación de que no hubo reparación posible, de que la historia quedó injusta.
La medicina paliativa nos recuerda que no se acompaña únicamente a un cuerpo que se deteriora, sino también a una biografía herida (Radbruch&Payne, 2011). El duelo anticipado aparece entonces como un proceso no solo de separación, sino de digestión afectiva: ¿cómo despedir a quien sufrió tanto? No lloramos únicamente lo que vamos a perder, sino lo que nunca pudo ser. Y ahí, la muerte no se vive como una "coronación final", sino como una pregunta abierta, una sensación de que la vida no alcanzó.
¿A qué le tememos entonces? ¿Al dolor del otro? ¿A quedarnos sin ese referente que organizaba nuestro mundo? Vivir implica elegir, y en esa elección aparece una angustia profunda: la libertad de ser sin depender del otro para existir. Kierkegaard lo expresó con precisión: "La ansiedad es el vértigo de la libertad". (Kierkegaard, 1980, p. 61).
Cuando ya no podemos apoyarnos en el rol de hija, madre, cuidadora, profesional o sostén de nuestros padres e hijos, surge la pregunta existencial que evitamos: ¿Quién soy si no vivo para alguien?
¿Dónde me paro si ya no soy "la que cuida", "a quien necesitan", "la fuerte", "la imprescindible"? Muchas personas sostienen su vida ocupándose de otros para no encontrarse consigo mismas. Entonces, cuando la vejez o el sufrimiento llega a quienes amamos, el miedo no solo es perderlos... sino también perder la identidad que construimos a través de ellos.
El miedo no siempre es un enemigo. A veces es un mensajero. Como la música, la vida no siempre nos permite cambiar de melodía; a veces solo invita a acompasar, a escuchar, a sostener sin controlar. No podemos evitar ciertas despedidas, pero sí podemos elegir desde qué lugar las transitamos. Mirar lo que duele no evita el dolor, pero puede evitar el desgaste de resistir lo inevitable.
Todos tenemos algo que soltar, algo que mirar de frente, algo que perdonar y perdonarnos. Cuando llega ese momento de escucha verdadera, quizás la circunstancia no cambia. Pero algo abre nuestro pecho, y nos permite caminar desde otro lugar. En vez de huir del miedo, lo atravesamos. En lugar de aferrarnos al rol, elegimos el vínculo. Y cuando elegimos el vínculo, dejamos de asfixiar el amor con el control.
La vida no nos pide que evitemos la muerte. Solo nos pide que, mientras estamos vivos, no dejemos morir el amor consciente.
No podemos evitar el final, pero podemos evitar vivir inconscientes.
No podemos prometer eternidad, pero sí presencia.
No podemos salvar a todos los que amamos, pero podemos dejar de abandonarnos mientras los cuidamos.
Porque el verdadero duelo no comienza cuando alguien muere, sino cuando dejamos de mirarlo con el corazón.
(*) Coach ontológico profesional; magister en Salud Pública con mención en Atención Primaria de la Salud; especialista en Salud Pública; facilitadora en procesos de comunicación, resolución de conflictos, expansión de la conciencia, liderazgo; coordinación de grupos y conciencia de redes; y facilitadora en entrenamientos a líderes en gestiones de oratoria y comunicación. [email protected], cel. 3884416256.