¿Qué se hace cuando uno siente que no puede caminar, trepar o correr más justo a mitad del camino, a mitad de la montaña o de la escalada? ¿Cómo se resuelve un miedo inesperado, en el medio de una travesía que no tiene ninguna salida inmediata y libre de sacrificio?
Recuerdo perfectamente el día en que mi hija de seis años guió a su hermanita de dos, a explorar debajo de las plantas del jardín, en busca de algún bicho bolita o piedra en forma de corazón. Yo, que observaba atentamente, sabía que se estaban metiendo entre hojas y ramas, algunas con pinches medianamente inofensivos, pero decidí dejarlas hacer, y ver cómo resolvían la situación. Mi hija mayor lideraba el sendero con una rama seca y animaba a la pequeña que, a cada paso encontraba una excusa para regresar. ¡Vamos, Cami, vos podés! decía la grande mientras le ofrecía una mano a la pequeña, se abría paso entre las ramas con el palo y decía "Dale", "falta poco", "agachá la cabeza", "agarrate de mí" y así, muy de a poco, iban avanzando hasta que Cami no aguantó más y se largó a llorar, requiriendo mi auxilio urgente. Yo permanecí sentada en la reposera, escudada tras un libro y unas enormes gafas de sol. No les había sacado la vista de encima, no existía riesgo, salvo que alguna de las niñas tuviera la mala suerte de ensartarse una rama en el ojo y no acusé recibo del llanto de la chiquita. Estaba justo considerando levantarme para socorrer a la exploradora, cuando escuché a mi hija mayor decirle: "Cami, estamos a mitad de camino, tenemos que seguir. No podés llorar ahora y quedarte aquí para siempre. Aguantate, y llorás cuando salgamos". Su mensaje contundente pareció calar hondo, porque enseguida Cami se secó las lágrimas con su manita sucia y obedeció a su hermana. A los pocos pasos, ya habían salido airosas de la enramada.
Una situación parecida nos sucedió hace poco en vacaciones, cuando decidimos hacer una corta caminata en busca de una playa escondida con nuestra hija pequeña. Teníamos que subir por el sendero de un morro de piedras enormes, bordeando un magnífico y profundo acantilado contra el que chocaban grandes olas del mar Pacífico. La pequeña empezó mal, con miedo, y se asustó aún peor cuando de entre las piedras emergieron decenas de cangrejos negros, espantados por nuestra presencia. Sí, tenía mucho miedo, pero volver sobre nuestros pasos no era opción. Solo podíamos seguir subiendo, trepando rocas a cuatro patas, imitando a las cabras. El sendero era relativamente seguro, algunas piedras se movían, otras estaban cubiertas por un musgo resbaloso y a veces tocaba apoyarse sobre un peñasco inclinado sin otro punto de apoyo más que la mano de mi esposo. Entonces sucedió lo que le había pasado a Cami unos años antes, la niña explotó en llanto. Yo, que lidiaba con mis propias dudas y desniveles bajo un sombrero de paja demasiado grande, adopté inconscientemente la frase de mi hija mayor y le aconsejé: No llores ahora, concentrate en el camino y llorás cuando salgamos de acá. El efecto fue el esperado, la pequeña se secó las lágrimas y siguió trepando las enormes piedras, un paso a la vez, hacia arriba, hacia adelante hasta que, de repente, frente a nosotros se abrió la imagen de un mar monumental de aguas turquesas y, a nuestros pies, una playa escondida en medio de la nada. La alegría en su rostro fue magistral. Ya no dijo nada mientras bajábamos hasta la playa, por una pendiente más pronunciada que la subida, entre otras rocas iguales de enormes. Cuando finalmente tocamos tierra, los adultos aplaudimos y felicitamos a la pequeña. Nos sacamos las zapatillas, medias, shorts y corrimos todos al agua, buscando frescor. Ya en el agua, mi hija se acercó para decirme: ahora que sí puedo llorar, se me fueron las ganas.
Fabulosa experiencia, gran lección: Cuando pensamos que estamos en el horno y el miedo nos ahogue, si nos concentramos solo en el próximo pasito y nos aguantamos las ganas de volver, de abandonar el reto o de gritar, el camino será más fácil, más llevadero y, al final, tal vez, se nos hayan evaporado las ganas de llorar.
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