Por Siletreando
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Por Siletreando
Bajo un cielo repleto de estrellas, La Mujer Dormida se deja recorrer de pies a cabeza por decenas de montañistas que se alinean como hormigas a lo largo de angostos senderos hacia la cumbre, a 5.230 msnm. A medida que avanzan, hombres y mujeres de distintos orígenes, cargando grandes mochilas sobre sus espaldas, linternas en los cascos, botas y bastones, van regulando adecuadamente su respiración, su energía y, también, sus pensamientos. El rol que cumple la mente en estos desafíos físicos es tan fundamental como el resto del equipo de un montañista. Al igual que en otros deportes, hay un esfuerzo voluntario, una decisión de romper con nuestros límites, que sobrepasa lo corporal, atraviesa la mente y se aloja en el espíritu. Pienso en esto a medida que avanzo con paso lento hacia el cielo. Por momentos me siento tan llena de energía, que estoy segura de poder romper mi récord de “casi cumbre”. En otros, siento que no puedo más, que podría caerme y quedarme por siempre a esperar que el resto de mi grupo vuelva. Pero mi guía/ángel de la guarda no me abandona, confía en mí más de lo que yo creo en mí misma, me ayuda a llevar la mochila unos metros hasta el próximo descanso y me alienta. A mí me invade un sentimiento rarísimo, mezcla entre vergüenza y agradecimiento.
Estamos a 4.600 msnm. Un grupo que viene a muy buen ritmo pasa a nuestro lado justo cuando me invade una desazón indisimulable. Bajo la cabeza para esconder mis luchas, pero entonces aparece un gesto que me llena de emoción. “¡Venga, vamos, falta poco!”, “¡Fuerza, vamos, ánimo!”, “¡Vamos, vamos!”. Me detengo a observarlos y sonreírles con el cansancio estampado en mi rostro, mientras recibo aquel infalible aliento de la cofradía de la montaña, conformado por un glosario y una empatía tan únicos y tan valiosos a lo largo de todo el recorrido que, de carecerlos, yo no podría haber subido ni cien metros. La gente entiende, percibe, el esfuerzo del otro, y lo aprecia. No hay una carrera, no gana sólo una persona, los ganadores somos todos los que nos esforzamos, los que llegamos al límite de nuestras posibilidades y un poco más allá. En el camino hacia la cima, reina un respeto solemne hacia la montaña, que se replica hacia el compañero de travesía, a través de las más simples palabras de ánimo.
Las horas de caminata empiezan a jugar sus peores cartas. La mochila parece estar cada vez más pesada, y la presión del aire se empieza a notar. Aún no llegamos a los pies de La Mujer Dormida cuando comienzo a vomitar y una puntada insiste en agujerearme la cabeza. Es la señal que conozco bien: el perverso “mal de altura”. “¡No puede ser!” le digo a mi guía y me dejo caer, exhausta, apoyando mi mochila sobre una piedra enorme. Lloro. “¡Quiero llegar a la cima!”, le digo, y él trata de animarme. “Faltan unos cuatrocientos metros hasta el refugio, tal vez puedas recuperarte para luego continuar”, me dice, pero yo intuyo que no lo lograré, otra vez.
Son las cuatro y treinta de la madrugada cuando arribamos al Refugio de los 100, nuestro primer objetivo, a 4.800 msnm. El resto del grupo, en el que se encuentra mi esposo, ya no está. Hace más de media hora que partió hacia las rodillas de La Mujer Dormida. Mi guía se comunica por radio para informar que no me encuentro bien, que tal vez no pueda seguir, que trataremos de recuperarnos. Mientras habla, yo observo a los demás ocupantes del refugio, algunos tomando agua, otros comiendo, otros comentando que el glaciar, ubicado en el pecho de La Mujer Dormida, está complicado. “Hay mucho hielo negro”, escucho, “habrá que usar piolets, aparte de crampones” y yo pienso, con los ojos llenos de lágrimas, que no podré, que estoy muy débil, que mi cuerpo no está en condiciones y que mi travesía acaba de terminar. Vencida, me recuesto sobre mi mochila en el segundo piso de una litera de madera e, increíblemente, me quedo dormida.
Son las seis de la mañana y me despierto como nueva en aquel refugio bullicioso por el que decenas de personas han pasado a tomar un descanso. Me incorporo rápidamente y salgo del refugio con la esperanza de ver el amanecer. Abro la puerta y un cielo incandescente tiñe mi rostro de naranja. ¡Qué maravilloso espectáculo! Me emociono. ¡Cuán grande es Dios!, pienso, mientras seco mis lágrimas. Ha valido la pena, ¡ha valido tanto la pena! Abro los brazos y respiro de cara a ese cielo extraordinario, majestuoso. Todo el esfuerzo, la preparación previa, las lágrimas, el cansancio, y hasta el detestado mal de altura, han servido para que yo llegue hasta aquí.
Son las ocho de una mañana preciosa y mi guía y yo estamos bajando la montaña. La claridad del día me revela los intrincados peñascos, los senderos bordeando el precipicio, los conjuntos de rocas gigantes que ahora debemos bajar con mucho cuidado. Me sorprendo gratamente de mi hazaña al subirlos y me autofelicito. “Te dije” me dice mi guía/ángel de la guarda “¡eres una chingona!” y yo sonrío de felicidad y satisfacción. En ese momento, suena la radio y escucho la voz entrecortada y emocionada de mi esposo informando que hicieron cumbre, que están en la cima, que lo lograron, todos. Me quiebro, lloro de emoción y los felicito, embargada por un orgullo propio de la cofradía de la montaña.
Entonces, mis queridos lectores, les confirmo con esta, mi humilde experiencia, que es totalmente imprescindible, necesario y vital que tengamos todos nosotros, desde los niños más pequeños hasta los más ancianos, nuestro encuentro con la naturaleza, en cualquiera de sus formas: montañas, cerros, ríos, mares, valles o simples jardines. Estamos rodeados de lugares magníficos. No dejemos pasar la oportunidad de entrar en comunión con la energía suprema de la creación, de nuestra Madre Tierra.