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Las recetas de familia

Lunes, 13 de mayo de 2024 13:21

- Señora, ¿va a querer un postre? - Me dijo el joven camarero mientras, sin saberlo, daba comienzo a esta historia.

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- Señora, ¿va a querer un postre? - Me dijo el joven camarero mientras, sin saberlo, daba comienzo a esta historia.

Hacía mucho tiempo que no comía arroz con leche y, cuando lo vi en el menú, me pareció una muy buena idea. El día estaba ideal, lloviznaba desde la noche anterior, y un aire fresco me había obligado a sacar mi primer abrigo del placard. La mañana había sido caótica desde que puse un pie en el colegio. Los chicos estaban desbordados, por la proximidad de las vacaciones de invierno, y yo todavía tenía que cerrar notas. Fue una de esas ocasiones en que me pregunto a mí misma “¿quién me mandó a ser profesora de literatura y trabajar con adolescentes?”.

En cuanto sonó el timbre anunciando la salida, tomé mi mochila, me calcé el saco abrigado, me subí a mi bicicleta y pedaleé a toda velocidad hacia el bar Minguito, frente al parque San Martín. Mi presupuesto de docente no alcanza para darme estos gustos muy a menudo, pero hoy necesitaba mimarme con una comida calentita y luego, el cafecito sabroso y humeante, mientras terminaba de corregir los trabajos prácticos de mis alumnos.

Pero entonces apareció el arroz con leche, y me cambió los planes. Lo vi acercándose en una copa de vidrio grueso y boca ancha, sobre la bandeja del camarero. Tenía una corona fina de canela en polvo y una ramita marrón clavada en el centro. Su perfume se adelantó al sabor, en la primera cucharada, y una ola de imágenes y sentimientos me sacudió por completo. Me quedé dura, aún con la cuchara en la mano a la altura de mi boca, la mirada perdida entre los árboles del parque del frente, y un escalofrío recorriendo lentamente cada vértebra de mi columna.

¡Dios mío!  ¡qué sensación tan intensa, e inesperada! Estábamos solos nosotros dos, el arroz con leche y yo, cuando de repente aparecieron mi abuela con su delantal blanco y el rodete en la nuca avisando a todos que ya estaba el postre, mi madre, mis hermanos, la casa de la tía Chicha con sus paredes pintadas de rosa, los primos reventando a pelotazos las flores de los canteros, y mi abuelo, el Tata, observando todo y sonriendo silenciosamente desde una mecedora de madera, con una copita de jerez en la mano.      

Me sentí una tonta, comiendo mientras lloriqueaba con cada cucharada, emocionada, embargada por los recuerdos y la gente querida de mi niñez. Quise que durara más tiempo aquel momento, y tardé en comer los últimos granos que quedaban en la copa, pero fue inevitable. Se me ocurrió pedirle al mozo la olla entera con aquella delicia para llevármela a casa, pero descarté la idea, en la bici iba a resultar difícil, además, debía vencer la vergüenza. 

¿Cómo pudo un sabor y su aroma, trasladarme mágicamente a través del tiempo y la distancia, a la familia que tanto se extraña? Entiendo que es la magia de la comida que se prepara con amor. Es eso, simple explicación, no tengo otra.

Cuando volví a casa, busqué entre mis papeles y encontré el viejo libro de recetas que heredé de mi madre, y ella de su madre. Empecé a hojearlo y volvió la emoción. ¡Están todas las recetas! la del locro de la tía Chicha, la de la carbonada de mi abuela, el arroz con pollo y la natilla con azúcar quemada de mi madre. Entonces me di cuenta de lo imprescindible y sumamente necesario que es mantener actuales las comidas de la familia, esas que marcaron una historia, un momento, una etapa. Les propongo escribirlas en un cuadernito, una agenda, y tenerlas siempre a mano. Peguemos fotos, hagamos dibujitos, agreguemos comentarios con otros colores. Que ese cuaderno de recetas se convierta en un pase mágico hacia otro tiempo, otro lugar, a la familia que, tal vez, hemos dejado atrás. Además, en algún momento, ese cuadernito podrá ser una linda herencia, para quienes vienen detrás nuestro.

 

 

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