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¡De pelos!

Domingo, 06 de julio de 2025 21:59

Ir a la peluquería, algo tan común, tan simple y corriente, constituye para mí una verdadera pesadilla. Tanto es así que alargo y postergo la necesidad de arreglarme el cabello, pido cita y cancelo, con un peluquero, o con otro, con el de la última vez, o con el que me recomendaron mis amigas. Todos artilugios para demorar el inevitable momento de acudir al estilista porque sé, estoy completamente segura de que, cualquiera sea el o la coiffeur elegida, voy a sufrir. Ya es un hecho, una aseveración que no se me antoja, sino que llevo confirmando con el paso de los meses y los años. ¿Alguien más que sufra de lo mismo? Sin caer en la tentadora victimización, pasaré a relatarles algunos de los hechos que me han acontecido, para mi desgracia, y para confirmar la teoría inicialmente citada.

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Ir a la peluquería, algo tan común, tan simple y corriente, constituye para mí una verdadera pesadilla. Tanto es así que alargo y postergo la necesidad de arreglarme el cabello, pido cita y cancelo, con un peluquero, o con otro, con el de la última vez, o con el que me recomendaron mis amigas. Todos artilugios para demorar el inevitable momento de acudir al estilista porque sé, estoy completamente segura de que, cualquiera sea el o la coiffeur elegida, voy a sufrir. Ya es un hecho, una aseveración que no se me antoja, sino que llevo confirmando con el paso de los meses y los años. ¿Alguien más que sufra de lo mismo? Sin caer en la tentadora victimización, pasaré a relatarles algunos de los hechos que me han acontecido, para mi desgracia, y para confirmar la teoría inicialmente citada.

No ha habido una vez, ni una sola, en que un peluquero me haya cortado el cabello de igual manera que la vez anterior. Bueno, en realidad sí, lo hubo. Pablo vivía a la vuelta de mi casa en Bs As, y en su garage tenía su peluquería de barrio, de esas que apenas te das cuenta, porque solo se diferencia del resto de las casas, por un par de carteles de Inoa o la foto de alguna modelo con su peinado despintado por la lluvia y el sol. Él sí, me había entendido desde un primer momento y me recortaba el flequillo y las puntas siempre igual. Eso, nada más. Lo supe la vez que le pedí unas claritos y salí con unas rayas coloradas fosforescentes. Así me di cuenta de que a él no le pediría nunca mas que me haga color, solo corte. Lástima que no duró mucho, porque al poco tiempo, Pablo se mudó.

Después de él, probé en cuanto lugar me cruzaba, desde peluquerías con nombre y apellido de famosos, hasta otras más humildes de distintos barrios y zonas. No hubo caso, nunca logré mantener un corte de pelo ni color a lo largo del tiempo. Una vez, me acuerdo, lloré como loca frente al espejo y ante los ojos aterrorizados de la peluquera, como una niña que había perdido su muñeca favorita. Las otras clientas del lugar me miraban azoradas, y yo no podía parar de llorar, mientras me señalaba frente al espejo. Le había pedido que me recortara las puntas, pero la peluquera se entusiasmó demasiado y me dejó como un pajarito desplumado, recién atacado por los gatos. En otra ocasión, cuando pedí que me marcaran unas ondas para lograr mas volumen con mis escasos pelos, salí con los rulos inflados de Balderrama, aquel jugador colombiano de los 90.

Si del color se trata, la historia es todavía peor. Una vez, en lugar de salir con mi pelo color caoba que estaba tan de moda, mi cabeza parecía una naranja abrillantada. Cansada de tanto infortunio, y aconsejada por amigas cuyas cabelleras lucían siempre igual, prolijas y constantes, intenté aplicarme yo misma los tintes que venden en el supermercado y que cuestan dos pesos. El resultado fue aún más espantoso. Cuando me miré en el espejo, pegué un grito frente a mi pelo verde furioso. Casi me desmayo, y llamé con desesperación a una vecina para que me ayudara. Mala decisión, me sugirió que me lave con vinagre y, luego de una frenética masajeada que me dejó el cuero cabelludo irritadísimo, el color había cambiado de verde a azul. Totalmente shockeada por el resultado, fingí demencia y esa misma noche me fui a jugar al burako con un grupo de amigas. Apenas empezada la partida, una de ellas me preguntó: ¿se puede saber por qué tenés el pelo azul? No pude contener más la impotencia y me largué a llorar, otra vez como niña que perdió su muñeca preferida.

La última experiencia terrorífica la tuve hace un par de días, a pesar de que había hecho control mental y había visualizado que me iría bien. Un simpático peluquero colombiano, super recomendado por varias amigas cuyas cabelleras admiro y envidio, acudió a mi casa a hacerme el color. Yo, como de costumbre, utilicé la mínima cantidad posible de palabras para expresarle que lo único que quería era que me tape las canas con "mi color". A lo que él respondió: ok, negro. Yo: no es negro mi color de cabello. Él: sí, es negro. Yo: no, es castaño oscuro. Él: bueno, por eso, negro. Yo: castaño oscuro no es negro. Él: sí, negro. Yo: pero, no quiero negro, negro es el color de mi campera, el color de la noche, el color de la mesa. Mi color es castaño oscuro, o rubio oscuro, pero no es negro. A lo que él respondió, siempre con la misma sonrisa: Señora, su cabello es negro. Y entonces yo, que ya venía tensa desde que le pedí cita, contesté al borde de los gritos: así que yo durante cincuenta años pensando que mi color era castaño, ¿y resulta que es negro? Y él: así es. Y yo: no, pues, soy daltónica y estúpida. Y él: ¡qué quiere que le diga!

Así es, queridas y queridos lectores, mi inevitable lucha cada vez que tengo que hacer algo con mi cabello. Yo creo que, en algún momento, debería raparme, o cortarme cortito militar, a ver si así, de una vez por todas, me evito sufrir de nuevo. ¿Qué les parece?

 

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