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“Los dueños de la guerra: la industria global de armas”

Domingo, 26 de octubre de 2025 21:09

POR ALEJANDRO SAFAROV

Director de Carrera Relaciones Internacionales UCSE-DASS Integrante

Departamento de América Latina y el Caribe

IRI-UNLP y del Consejo Federal de Estudios Internacionales -CoFEI-

El mundo invierte en armas como nunca antes. En 2024, las 100 mayores empresas productoras de armamento y servicios militares alcanzaron ingresos por un total de aproximado de US$ 632.000 millones, un aumento real del 4,2 % respecto al año anterior. Este crecimiento no es coyuntural: representa una alianza estructural entre tecnología militar, producción industrial, financiamiento estatal y conflictos armados. La industria de armas no solo abastece la guerra: la genera, la prolonga y la normaliza.

Según el Instituto Internacional de Investigación para la Paz de Estocolmo (Suecia) -más adelante Sipri por sus siglas en inglés-, entre 2020 y 2024 los Estados Unidos concentraron el 43 % del total mundial de exportaciones de armas, seguidos por Francia (9,6 %), Rusia (7,8 %) y China (5,9 %). En el mismo período, las importaciones europeas se duplicaron, con EEUU proveyendo el 64 % del armamento. El gasto militar global alcanzó en 2023 la cifra récord de 2,4 billones de dólares, lo que equivale a más de 3.000 dólares por cada habitante del planeta. En 2024 el gasto alcanzó una nueva cifra récord de 2.7 billones de dólares, con un aumento del 9% respecto a 2023, marcando el incremento anual más alto desde la Guerra Fría que finalizó en 1991. Este aumento fue impulsado principalmente por conflictos como la guerra en Ucrania, el conflicto entre Israel y Hamás, y otras tensiones geopolíticas. Estados Unidos se mantiene como el país con mayor gasto militar, seguido por China y Alemania, que superó a la India en el cuarto puesto.

El negocio funciona en tres niveles: los países productores -EE UU, China, Francia, Rusia, Corea del Sur y Reino Unido y otros- fabrican; los países aliados compran o reciben armas en donación; y el financiamiento se canaliza mediante fondos soberanos, préstamos multilaterales y líneas de asistencia militar. En muchos casos, la ayuda se otorga como crédito o donación condicionada, asegurando dependencia tecnológica y política del país receptor.

El ejemplo más evidente es Ucrania, que entre 2022 y 2024 se convirtió en el mayor importador de armas del planeta. Recibió el 45 % de sus suministros de Estados Unidos, el 12 % de Alemania y el 11 % de Polonia, según Sipri. Más de 35 países participaron directa o indirectamente en la transferencia de armamento, financiada en parte con fondos multilaterales y activos rusos congelados en bancos europeos.

La industria militar no es solo un engranaje económico: es un poder en sí misma. En Estados Unidos, Lockheed Martin, Raytheon, Northrop Grumman, Boeing Defense y General Dynamics concentran más del 50 % de los contratos del Pentágono. Juntas, emplean a más de un millón de personas y destinan miles de millones al lobby político. En Rusia, el Complejo Industrial Militar (CIM), abarca alrededor de 6.000 empresas y emplea a aproximadamente 3,5 millones de personas, lo que equivale al 20% de todos los puestos de trabajo en el sector manufacturero de Rusia. En Europa, BAE Systems (del Reino Unido) es el segundo mayor contratista militar del mundo, además de una constructora aeronáutica comercial; Thales, propiedad parcial del Estado francés, opera en más de 50 países, tiene en torno a 83.000 empleados y en 2024 ha generado 20.576 millones de euros en ingresos); Leonardo, empresa italiana con 7 mil empleados directos, produce sistemas y soluciones de defensa avanzados para el Departamento de Defensa de los EEUU y clientes aliados; Airbus Defence, capitales franceses, alemanes y españoles; y Rheinmetall, empresa alemana, sostienen cientos de miles de empleos directos. La consecuencia es clara: cada guerra, cada proceso de rearme, cada tensión internacional genera contratos, empleo y votos.

La paz no tiene grupos de presión; la guerra sí. En América Latina, el peso de la industria armamentista es marginal, pero Brasil, México, Chile, Colombia y Argentina poseen capacidades de producción de armas ligeras, municiones o vehículos militares, pero dependen casi totalmente de insumos externos. Brasil, con Avibras y Embraer Defesa, es el único país con desarrollo sostenido de tecnología dual (civil y militar), exportando misiles y aviones ligeros a Asia y África. En el resto de la región, la industria de defensa tiene problemas de financiamiento y está desarticulada, lo que refleja la debilidad estructural de nuestros modelos productivos. Aun así, los países latinoamericanos gastan más en armas que en ciencia y tecnología. En 2023, América Latina invirtió US$ 67.000 millones en defensa, mientras la inversión regional en investigación y desarrollo apenas superó los US$ 25.000 millones.

Cada 24 de octubre, Naciones Unidas inaugura la Semana del Desarme, una iniciativa que busca promover la paz y la reducción de armas. Pero lo hace en un contexto de hipocresía global: los mismos países que firman resoluciones por el desarme son los principales productores y exportadores de armas del planeta. Mientras la ONU emite comunicados sobre la paz, los mercados bursátiles celebran los aumentos de las acciones de empresas armamentistas.

Hablar de desarme suena bien en los foros internacionales, pero en la práctica es una trampa discursiva. El desarme unilateral es ingenuo en un mundo donde las reglas no son simétricas.

Por eso, el discurso del desarme total no puede plantearse sin una arquitectura real de seguridad y justicia global. De lo contrario, se convierte en un ejercicio de hipocresía: los poderosos hablan de paz mientras se rearman, y los débiles escuchan consejos que los condenan a la indefensión. Queda abierto el debate.

La paz no se construye bajando los brazos, sino equilibrando el poder y educando para no usarlo mal. La paradoja es dolorosa: si el mundo destinara solo una fracción del gasto militar global -unos US$ 250.000 millones anuales- a inversión social, podría erradicarse el hambre y la pobreza extrema en todo el planeta, según estimaciones del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (Pnud). Con el dinero que se gasta cada año en sostener guerras, podría garantizarse agua potable, educación y energía básica a todos los países del África subsahariana, donde millones de personas siguen sin acceso a recursos esenciales.

Pero no hay voluntad política. La industria de armas es demasiado poderosa y los gobiernos, demasiado dependientes. La carrera armamentista ya no se mide solo en tanques o aviones: se mide en influencia, empleo, control tecnológico y negocios. Y lo más grave es que el sistema internacional parece aceptar como "inevitable" que fabricar muerte sea más rentable que construir vida.

Si realmente queremos transformar el mundo, debemos empezar por educar para la paz. Ningún tratado internacional puede sostenerse si las sociedades no aprenden a valorar la vida por encima del poder. La educación para la paz no es una asignatura menor: es la herramienta que permite enseñar empatía, cooperación, resolución pacífica de conflictos y pensamiento crítico frente al discurso del miedo. Debemos incorporar en las escuelas, universidades y medios de comunicación el concepto de "derecho humano a la paz", reconocido por Naciones Unidas en 2016, que establece que todo ser humano tiene derecho a vivir en un entorno libre de guerra y de violencia estructural. Educar para la paz significa formar ciudadanos que comprendan que el progreso no se mide en arsenales, sino en conocimiento, equidad y bienestar colectivo.

La Semana del Desarme debería servir para desnudar esta contradicción: no hay verdadera paz posible mientras el mundo gaste más en fabricar armas que en educar personas.

El planeta no necesita más ejércitos: necesita más educación, más justicia y más conciencia colectiva. Sabemos que con el dinero que se gasta cada año en armas podríamos derrotar el hambre. Pero solo con educación podremos derrotar la guerra.

 

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