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10 de Agosto,  Jujuy, Argentina
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El día que encontré un unicornio

Lunes, 27 de enero de 2025 01:00

Hace muchos años, cuando aún era una niña, encontré en la vereda de mi casa un unicornio pequeñito, del tamaño de mi mano. Estaba escondido entre los ligustrinos, temblando de frío o de miedo, y de sus pequeños ojos llenos de lagaña, salían unas redondas lágrimas celestes. Lo vi de casualidad, cuando salía para ir al colegio. Primero pensé que era un juguete, un peluche. Pero cuando estiré mi mano hacia él, movió la cabeza e hizo un pasito hacia atrás, buscando más protección entre las ramas. Fue un momento mágico, y yo, que era una niña miedosa, no me asusté.

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Hace muchos años, cuando aún era una niña, encontré en la vereda de mi casa un unicornio pequeñito, del tamaño de mi mano. Estaba escondido entre los ligustrinos, temblando de frío o de miedo, y de sus pequeños ojos llenos de lagaña, salían unas redondas lágrimas celestes. Lo vi de casualidad, cuando salía para ir al colegio. Primero pensé que era un juguete, un peluche. Pero cuando estiré mi mano hacia él, movió la cabeza e hizo un pasito hacia atrás, buscando más protección entre las ramas. Fue un momento mágico, y yo, que era una niña miedosa, no me asusté.

Me costó convencerlo de que se acercara. Estuve un rato largo sentada a su lado, hablándole suavemente, acercando mi mano de a poquito. Luego, saqué mi botella de la mochila, serví un poco en la tapita, y se la arrimé. No pudo resistirse, tímidamente bebió de ella sin dejar de mirarme. Fue en ese momento que noté su pequeño cuerno de plata lastimado, y con una espina clavada. Con movimientos delicados y lentos, pude tomarlo entre mis manos, acariciarlo. Su cuerpo de vellón suave empezó a dejar de tiritar y sentí que empezaba a confiar en mí. Entonces me animé, toqué la pequeña espina y, de un solo tirón, la extraje. Él se estremeció un poco, pero luego me miró con sus pequeños ojos llorosos, y se recostó sobre mi mano.

Aquel día no fui al colegio, entré en mi casa y le hice una cama con una caja de zapatos que escondí bajo la mía. Allí se durmió, luego de saborear un terrón de azúcar, y envolverse en la mantita de lana de mi muñeca favorita. No le conté nada a mi abuela Paca, por miedo a que me obligara a sacarlo de la casa. Ella odiaba los animales, pero como el unicornio no se movía de mi cuarto y era silencioso, la abuela nunca se enteró de su existencia.

Durante tres días lo cuidé, procuré que no le faltara manzana, agua, azúcar y su mantita de lana. A mi regreso de la escuela, solía ponerlo sobre mi cama y él jugaba con mis peluches mientras yo hacía la tarea o leía algún libro en voz alta. Era tranquilo mi Unicornio, y a cada segundo recuperaba sus colores preciosos y brillantes.

Una tarde, cuando volví de acompañar a mi abuela al mercado, lo encontré sentado sobre mi mesa de trabajo, al lado de la ventana. Se lo veía recuperado, con energía y mirando hacia afuera. Supe que quería salir. Era un atardecer precioso de rojos y naranjas que teñía curiosamente las nubes a lo lejos. Así que lo escondí debajo de mi abrigo y salimos al patio. Lo deposité suavemente entre la hierba crecida, acaricié su lomo, su cuerno de plata y él refregó su cara contra mis manos. Luego caminó unos pasitos hacia los ligustrines, se sacudió un poco y empezó a desperezar unas hermosas alas blancas que surgieron entre su mullido lomo colorido.

Justo en el momento en que un sol en llamas terminaba de ocultarse tras las montañas, mi pequeño unicornio emprendió su vuelo sin mirar atrás.

Desde entonces, camino husmeando entre los ligustrines, las plantas de las plazas, tras los coches estacionados, sobre las azoteas y en la oscuridad de los zaguanes. Uno nunca sabe cuándo o dónde aparecerá un colorido unicornio que traiga un poco de alegría a nuestros días.

 

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