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Las campanadas olvidadas

Lunes, 07 de octubre de 2024 01:04

A las siete de la mañana, cada día, el cura Teodoro hacía repicar la campana de la iglesia, con el propósito de despertar a los habitantes del pueblo.

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A las siete de la mañana, cada día, el cura Teodoro hacía repicar la campana de la iglesia, con el propósito de despertar a los habitantes del pueblo.

Al principio, algunos habían renegado por el ruidoso tintineo que, en medio del silencio matinal, se escuchaba hasta el otro lado del río. Pero el cura persistió con la excusa de que "al que madruga, Dios lo ayuda", y nadie se animó a desafiarlo.

De a poco, Teodoro se fue ganando la simpatía y el cariño del pueblo. La gente reconocía en él una sonrisa diáfana y sincera. Además, había sido protagonista de la ayuda a los más necesitados, luego del tornado que dejó a mitad de la población en ruinas y con los animales desperdigados en el campo.

Se arremangó la camisa y participó activamente, pala en mano, en la reconstrucción de la escuela y el jardín maternal.

Durante la pandemia, el cura había hecho caso omiso de las prohibiciones del comisionado municipal y había encabezado la repartición de alimentos casa por casa, organizada por las Damas de Rosas.

Con todas estas demostraciones de benevolencia, el despertar con las campanadas se convirtió en una costumbre colectiva, un sonido propio y aceptado por la comunidad.

Un frío sábado de otoño, en que pequeños remolinos se entretenían sacudiendo las hojas ocres recién caídas de los árboles, la campana no sonó, y el pueblo durmió hasta más tarde.

Los primeros en percatarse de la ausencia de las campanadas, fueron los niños. Ellos sí se habían despertado temprano, por esa energía propia que tienen los pequeños. Marita, abrigadísima con gorro y bufanda de lana, llevaba los maíces a las gallinas que revoloteaban ruidosas en el gallinero cuando recordó la campana y, asustada, volvió sobre sus pasos para avisar a sus padres.

El reloj de la cocina marcaba las ocho y cuarto. Dejó la canasta de maíces sobre la mesa y cruzó presurosa las habitaciones hasta llegar al dormitorio principal. Su madre escuchó la noticia y, sin emitir sonido, se dio vuelta y retomó el sueño.

Su padre, sin embargo, se levantó enseguida, se calzó las botas y el gamulán, y salió a toda prisa hacia la parroquia. Temía que algo le hubiera sucedido al cura.

No se equivocó. Mientras empezaba a subir las escalinatas del frente, notó que la puerta principal, una hermosa fabricación en madera maciza oscura con herrajes de cobre, estaba totalmente abierta.

Caminó por el pasillo principal hacia el altar ante una imagen que no esperaba: los bancos movidos de sus lugares, los jarrones caídos y rotos en mil pedazos, las flores desparramadas entre charcos de agua y pedazos de loza rota. Se alarmó. Se dirigió hacia la sacristía, cuya puerta también estaba abierta.

Entró con sigilo, alerta, pero no encontró a nadie. Solo libros y biblias tirados por todos lados. Algunas hojas rotas se movían con el aire fresco que entraba por la puerta trasera, también abierta, que comunicaba a la casa parroquial.

Tal vez debería buscar ayuda, pensó el papá de Marita. Pero fue más grande su preocupación por el cura y, sin retrasarse más, abrió la puerta de la casa y entró. En su interior, una música suave llenaba los rincones. Allí no había nada raro, nada fuera de lugar. Se dirigió hacia el dormitorio del cura, encontró la puerta abierta, la cama desarmada, las colchas tiradas en el suelo, la lámpara de la mesa de luz encendida. Una ráfaga fría entraba por la ventana abierta de par en par. El cura no estaba. Lo buscó en el baño, en la biblioteca, en el jardín, entre los limoneros, las santarritas y las lavandas. No estaba.

Durante meses, el pueblo no contó con cura párroco. Las misas eran conferidas por sacerdotes de pueblos linderos que acudían los domingos a la tarde, apurados y molestos, a cumplir con la orden dada por el obispo. La casa parroquial quedó totalmente cerrada, los yuyos crecieron salvajes, y el jardín se llenó de bichos y alimañas. Cuando a fines del siguiente año llegó la designación del cura nuevo, el pueblo ya se había olvidado de la costumbre de las campanadas matinales.

 

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