Después de la aventura con el zorro y el aullido de los perros, algo me llevó a prestar atención a los animales que rodean nuestra vida cotidiana. Les damos nombre a los gatos, a los perros que viven con nosotros, nos lamen la mano, nos miran con cariño o con reclamo y compartimos con ellos la comida.
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Después de la aventura con el zorro y el aullido de los perros, algo me llevó a prestar atención a los animales que rodean nuestra vida cotidiana. Les damos nombre a los gatos, a los perros que viven con nosotros, nos lamen la mano, nos miran con cariño o con reclamo y compartimos con ellos la comida.
Pero hay otros que parecen estar al fondo de nuestras vidas, como parte de la escena que no vemos hasta que cosas como la cuarentena, con sus silencios, tiempo y tantas soledades, los ponen en el centro de la atención. Hay aves de las que ni siquiera sé el nombre de su especie y que me detengo a escuchar cuando cantan, como en patota, todos un mismo trino desde la rama de un árbol.
Más familiares son para mi las calandrias, que cantan su centenar de cantos distintos, siempre y todos ellos muy bellos, pero nunca llegué a pensar que una calandria fuera un individuo, que tenga nombre como si fuera un perro o un gato, sino que es sencillamente una calandria, y con los gallos, que escucho mucho porque también soy de madrugar, me pasan cosas parecidas.
De ellos les hablé a mis amigos, que con estos tiempos de cuidarnos están en un grupo de Whatsapp: el comisario Pierro, Blanca, el padrecito y Pierre Donadou Quispe. Así fue que empecé a grabarles esta historia de los gallos de mi barrio, porque si algo me empezó a llamar la atención con la cuarentena no fueron sus gritos matutinos, que ya conocía, sino su ausencia. Hay cosas que nos llaman la atención por lo que son y otras, muchas otras, por lo que dejan de ser.