Perla empezó por contarles que la historia tenía muchos años. Demasiados, dijo mirando la pared de adobe de la casa de enfrente. Era muy niña aun cuando con mis primos salimos a caminar sin rumbo en una de esas siestas largas.
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Perla empezó por contarles que la historia tenía muchos años. Demasiados, dijo mirando la pared de adobe de la casa de enfrente. Era muy niña aun cuando con mis primos salimos a caminar sin rumbo en una de esas siestas largas.
Quien sabe cuánto habíamos caminado, dijo Perla, pero yo estaba segura con ellos. Tito, el mayor, descubrió una cueva. Luego sospeché que no la había descubierto sino que la estaba buscando, no sé. Lo cierto es que en una de las paredes, casi al fondo y con pintura amarilla, había el dibujo de un zorro hecho de forma muy rudimentaria. Se le notaban el hocico, la cola, las orejas.
Era sin duda el dibujo de un zorro. Nos sentamos un rato a descansar y luego nos fuimos, como si no pasara nada raro. Caminábamos por la playa del río conversando de otras cosas, cuando lo noté por mi huella: al alzar mi zapatilla había un rastro que no era de persona. Vi mi piecito con esas uñas negras y el pelaje marrón claro, y al volverme los vi a ellos dos. Éramos tres zorritos que correteábamos sin rumbo, salvo el que nos indicara el hambre. Franco, el menor, cazó un cuis desprevenido y nos lo repartimos, pero no alcanzaba para saciarnos.
Olfateando llegamos hasta el cuerpo de un perro muerto a la vera de la ruta y le echamos dentadas desesperadas. El espectáculo era espantoso. Era impotente para frenar nuestros actos, pero me causaban una profunda repulsión. Con el tiempo te acostumbrarás, me dijo Tito para explicarme luego que no nos habíamos convertido en zorros, como parecía a simple vista.