No importaba el bando, nos contaba Aurelia Cintitas, pero cuando el joven se presentó como Glauco Quichines todos supieron que era el hijo de aquel valiente y leal que había peleado en las asonadas del treinta. El joven se había presentado por sugerencia de su contendiente cuando entre los dos iban a resolver la pelea entre las barras de la orilla y del centro.
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No importaba el bando, nos contaba Aurelia Cintitas, pero cuando el joven se presentó como Glauco Quichines todos supieron que era el hijo de aquel valiente y leal que había peleado en las asonadas del treinta. El joven se había presentado por sugerencia de su contendiente cuando entre los dos iban a resolver la pelea entre las barras de la orilla y del centro.
Upa, dijo el otro como si fuera aquello lo que quería escuchar. Usted lleva la sangre de los Quichines, que lo horna, y yo la de los Mautes. Diomedes Mautes es mi nombre, y es bueno que me dijera con quien iba a pelear hoy antes de que se pusiera el sol. Suelo tener el vicio de conocer el nombre de la mujer que amo y del hombre con quien peleo, dijo, vaya a saberse. El de la dama, prosiguió, lo guardo para mí, no es de hombres señalar a la dueña de unas caricias.
Distinto sucede en las riñas, porque el vencer da buena fama, ahorra peleas innecesarias y sólo nos lleva a las justas, a las que valen la pena. Pero este caso es distinto, aseguró. Mi padre fue amigo del suyo. No estaban en el mismo bando allá por el treinta, pero se respetaban. Don Quichines huyó cuando la derrota de los sublevados y mi padre lo escondió en casa, aunque fuera un hogar oficialista. Entre las cosas que nos legó papá, aún se guarda la carta de agradecimiento de su padre, dijo al fin.
No voy pelear con usted, concluyó. Hay muchos de los suyos por golpear y muchos de los míos para que usted lastime, dijo y las barras volvieron a pegarse aunque ya la noche cayera en el paraje.