Juan Felipe Ibarra, que los libros de historia dicen que murió en 1851, les hablaba a Pedro y a Pablo en ese campamento en el que se refugiaban, varios siglos después, los camioneros celebrantes del Gauchito. Y esto que les cuento, que parece nada más que un disparate, asombraba igualmente a Ibarra, a Pedro y a Pablo.
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Juan Felipe Ibarra, que los libros de historia dicen que murió en 1851, les hablaba a Pedro y a Pablo en ese campamento en el que se refugiaban, varios siglos después, los camioneros celebrantes del Gauchito. Y esto que les cuento, que parece nada más que un disparate, asombraba igualmente a Ibarra, a Pedro y a Pablo.
Los tres eran hombres de otros tiempos. Ibarra se sentía cómodo con ellos y les contaba de sus recuerdos por compartir ese exilio que los había mudado al futuro. Yo supe mirar bien a Bustos cuando, en el motín de Arequito, cambió la primacía abajeña en nuestra historia. Luego fue gobernador de Córdoba el hombre.
Muchos de los que guerreamos en ese Ejército del Norte estábamos hartos de la tiranía y nos alzamos. Güemes, que contaba con la venia de San Martín, nos dio su apoyo. No era lo mismo la patria como la veíamos nosotros que como la veían ellos, y tan otra era que Quiroga alzó la bandera de la religión, que el enemigo negaba.
Yo qué sé que patria querrían, y hasta que no nos gobernó Juan Manuel de Rosas las cosas del gobierno iban de disparate en disparate. En mi campamento lo recibí a Quiroga cuando Rosas lo mandó para que mediara entre las provincias del norte. Era un hombre muy especial, difícil de olvidar.
Pasó conmigo un par de días antes de volver a Buenos Aires por el camino de Córdoba, que yo le dije que no lo hiciera, y en esos días le escuché tantas cosas que era como un vaticinio de horrores por venir. Qué gran hombre fue Facundo, les dijo Ibarra a los hermanos.