Pedro y Kerioco vieron como la gente se congregaba en torno al Padrecito. Los vieron desde una peña alejada, y vieron que Alba los señalaba. Hacia el bajo, vieron un camino extenso que se cerraba en torno a un río. Ese debía ser su rumbo aún sin saber qué destino los aguardaba.
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Pedro y Kerioco vieron como la gente se congregaba en torno al Padrecito. Los vieron desde una peña alejada, y vieron que Alba los señalaba. Hacia el bajo, vieron un camino extenso que se cerraba en torno a un río. Ese debía ser su rumbo aún sin saber qué destino los aguardaba.
Pedro echó una última mirada hacia la mujer que amaba y se volvió, apretando el paso para evitar el llanto. Tenía demasiada vida a sus espaldas, lo mismo que su amigo Kerioco, como para poder obedecer a un hombre.
Si acaso el horror de la guerra fuera como predicaba el Padrecito, si era la última acción de la vanidad humana antes de la participación divina, sabrían encontrar el camino o perecer. Y anduvieron rápido para que no los alcanzaran.
Pasaron la noche dentro de una cueva. Había restos de que allí, y no hace tanto tiempo, se habían ocultado otros hombres. Había hollín de fogatas contra la pared. Y estaba la memoria de las palabras que los cerros guardan cuando las dicen los hombres con sinceridad y las mujeres con pasión.
Cuando el sol salió, vieron las arrugas de la tierra que se extendía en toda su anchura. En algún lugar, una columna de humo, pero el resto era quietud y silencio. Hacia occidente los cerros se alzaban lejos, y uno de ellos brillo con la luz del día como si quisiera decirles algo. No sabían aún que ese cerro se llamaba Lumará.
No sabían que allí vivía Pablo, el hermano perdido de Pedro, y con él Macarena y Carlos, sus padres, y los hombres que se les juntaron acarreados por el viento del destino.