30 de Junio,  Jujuy, Argentina
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Lo miró espantada

Viernes, 13 de febrero de 2015 00:00

Alba se fue convirtiendo en la mano, la voluntad y los ojos del Padrecito, aquel cura fanático que organizó una aldea en los valles resistiendo a los tiempos de la república naciente. Por sus palabras conocía el mundo fuera de los recuerdos de la aldea en que se criara, a orillas de alguno de los ríos de la selva, de donde partiera por amor a Pedro.

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Alba se fue convirtiendo en la mano, la voluntad y los ojos del Padrecito, aquel cura fanático que organizó una aldea en los valles resistiendo a los tiempos de la república naciente. Por sus palabras conocía el mundo fuera de los recuerdos de la aldea en que se criara, a orillas de alguno de los ríos de la selva, de donde partiera por amor a Pedro.

Pero Pedro y Kerioco, que no tenían mayores motivos para desdecirlo, sin embargo se habían criado demasiado libres como para aceptar tal obediencia. La aldea estaba organizada como las antiguas misiones de los jesuitas, de quien el Padrecito heredara la doctrina. Así fue como una noche, Pedro le anunció a su amada que partirían.

Ella lo miró espantada. Amaba a Pedro, pero también amaba a ese hombre al que escuchaba como quien escucha al mismo Dios. A Pedro con el deseo y el recuerdo del despertar de ese deseo de mujer, pero al Padrecito como a quien no se puede dejar de obedecer. Miró espantada a Pedro y le dijo que ni ella ni ellos podían irse porque ponían en riesgo esa santa espera de la restauración.

Esas eran palabras del Padrecito, para quien la aldea era aguardar que Dios terminara de contemplar el exterminio de las luchas civiles para intervenir y devolverles la paz. La acción de los hombres terminaría por fracasar, decía, y entonces la aldea se tornaría en una nueva Roma y una nueva Jerusalén.

Pedro entonces trató de besarla y ella se volvió y salió corriendo. Pedro y Kerioco sabían ya que los delataría y que debían apurar la fuga o desistir.

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