Al rayar el sol, Kerioco dejó la cama de la choza de Matilda, junto a la barraca de los esclavos, y se presentó en la casa. Tenía que llevar cartas al general San Martín y regresar con la respuesta, y las cartas estaban ocultas en el doble fondo de una vasija de barro. Amarró la vasija a un burro y empezó a caminar las tres jornadas que lo llevaban a Lima.
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Al rayar el sol, Kerioco dejó la cama de la choza de Matilda, junto a la barraca de los esclavos, y se presentó en la casa. Tenía que llevar cartas al general San Martín y regresar con la respuesta, y las cartas estaban ocultas en el doble fondo de una vasija de barro. Amarró la vasija a un burro y empezó a caminar las tres jornadas que lo llevaban a Lima.
Por el camino se cruzó con hermanos de raza y ellos, como él, guardaban en su silencio aquello que sabían e ignoraban, y se cruzó con partidas realistas ante las que bajaba la cabeza. Y al atardecer del tercer día vio a lo lejos la ciudad, a cuya vera acampaban los soldados españoles que le eran fieles al rey.
Dijo que debía vender esas vasijas en la ciudad porque ese era su oficio y lo dejaron pasar a cambio de alguna de esas ollas. Cruzó la puerta tras la que se abría Lima pregonando sus ollas como las mejores, y anduvo por una callejuela angosta por la que le indicaron sus patrones que debía ir.
Allí, un comerciante le pidió una olla y dijo en voz alta la contraseña pactada, y Kerioco desamarró del burro la vasija de las cartas, y el comerciante le pidió que entrara a la casa y allí comiera algo antes de regresar a su comunidad con las ganancias de su venta. Y Kerioco cenó y en la noche volvió a la calle, llevando consigo zapallos para entregarle a su patrón.
Así se enfrentó a los realistas que cercaban la ciudad, los que le revisaron la carga sin sospechar que esos zapallos estaban abiertos y vueltos a unir con cartas escondidas en su interior.