Muchos me envidian, me dijo Sandro ya dentro de la casa, pero lo mío está cerca del suplicio. Hace décadas que intento cantar pero ellas sólo se fijan en el movimiento de mis caderas, dijo cuando escuchamos que, desde afuera, una mujer gritaba que no eran sólo sus caderas sino también el temblor de sus labios.
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Muchos me envidian, me dijo Sandro ya dentro de la casa, pero lo mío está cerca del suplicio. Hace décadas que intento cantar pero ellas sólo se fijan en el movimiento de mis caderas, dijo cuando escuchamos que, desde afuera, una mujer gritaba que no eran sólo sus caderas sino también el temblor de sus labios.
Lo que sea, dijo Sandro. Mis labios, mi cadera, mi sonrisa, lo cierto es que no hay lugar en el mundo donde pueda esconderme sin que se agolpen todas las mujeres. Cosa que disfrutaba cuando era joven, dijo, pero uno quiere otras cosas. Y no me mal interprete, porque me refiero a que uno puede querer también alguno que otro momento de tranquilidad.
Por eso tuve que escaparme, dijo. Pero en cuanto bajé del ómnibus aquí en la terminal, no sé cómo habrá sido, si acaso dije a alguien gracias con este temblor de mi voz, o acaso moví sin querer mis caderas para levantar el bolso, pero ya empecé a escuchar los gritos histéricos, dijo, los mismos gritos que seguíamos escuchando desde la casa.
Pensé que si me dedicaba a cortar adobes acaso se olvidaran de que yo era Sandro, siguió contándome. Pero no hay caso, dijo abrumado, porque lo que ellas quieren de mi no es mi arte sino otra cosa. ¿Y usted me puede creer que esto empezó a pasarme sólo porque de chango quise imitar a Elvis Presley?
Si pudiera volver a empezar, dijo como si se tratara de eso y supe que no se trataba de eso porque en cuanto lo dijo, y aunque hubiera dicho cualquier otra cosa, se volvieron a escuchar los gritos de las mujeres desde afuera de la casa.