Haber conversado con el cerro Cono era motivo más que suficiente para irme a casa y echarme una merecida siesta reparadora, pero el destino ignora estas sutilezas y me lo advertía cuando, al subir por la escalinata, me crucé con cantidad de mujeres.
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Haber conversado con el cerro Cono era motivo más que suficiente para irme a casa y echarme una merecida siesta reparadora, pero el destino ignora estas sutilezas y me lo advertía cuando, al subir por la escalinata, me crucé con cantidad de mujeres.
Si una, y dependiendo de quién, es algo grato y dos, según dicen los que saben y dependiendo el modo, pueden ser bocado de gourmet, ya tantas como las que caminaban hacia el barrio San Francisco era demasiado, y eso que había tanto rubias como morenas, niñas, abuelas, vestidas de jean y de pollera y rebozo y algún travesti disimulado entre tantas.
¿Qué les habrán prometido?, pensé teniendo en cuenta que es un año electoral. A río revuelto, opinó el peluquero cuando le empecé a contar esta historia mientras me afilaba la punta del bigote. Qué se yo, le dije, será que acaso mi necesidad no sea igual a la suya y disfruto del silencio cuando voy subiendo y el campanario de la iglesia se va achicando hacia lo bajo.
Será, dijo el peluquero, pero aunque más no sea por cortesía, un hombre tiene la obligación de galantear ante la presencia de una dama. ¿Y usted cree que esa ley corre cuando son tantas las damas?, preguntó Isidoro Ducase. Corre aunque se trate de su abuela, le dijo el rapabarbas, pero deje que Dubin siga contando.
La verdad es que ya me tiene intrigado, opinó Juan José Ferreira Miranda, y ni se me ocurre para qué subían tantas mujeres al barrio San Francisco, a lo que le respondí que ni ellas mismas lo sabían pues, pero eso lo iba a saber algo después. Así que sigo.