La rubia platinada calzaba un ajustado vestido de lana rosa que le resaltaba la silueta. Se había quitado la boina para dejar caer sus cabellos sobre los hombros, y mirándome con desgano desde sus ojos celestes, empezó por decirme que había nacido hace poco más de veinte años en una callejuela de barro de los suburbios de Lima.
inicia sesión o regístrate.
La rubia platinada calzaba un ajustado vestido de lana rosa que le resaltaba la silueta. Se había quitado la boina para dejar caer sus cabellos sobre los hombros, y mirándome con desgano desde sus ojos celestes, empezó por decirme que había nacido hace poco más de veinte años en una callejuela de barro de los suburbios de Lima.
¿Entonces usted es peruana?, le pregunté asombrado. Como la cumbia chicha, me respondió con media sonrisa. Acaso no tuviera el pelo tan rubio cuando niña ni los ojos tan claros, dijo algo compungida, ¿pero acaso le molesta? No, tartamudié mientras digería toda la información que me estaba dando y descubría algo del cobre que teñía su piel bajo las ondas de su cabello.
No he conocido hombre que me hiciera saber sus prejuicios raciales, dijo con una ironía que sabía a tristeza, y eso que conocí muchos hombres. Y aunque de tanto amor ya no era capaz de amar, dijo, me fui con uno que tocaba el saxo en una orquesta que pasaba por Lima y que me prometió llevarme a los escenarios de Las Vegas.
Que iba a hacer en los escenarios de los casinos, no lo sabía, dijo la rubia mirando hacia el suelo. Sabía mover las caderas y sonreír, agregó, cosa que no hacen otras que tienen más éxito, pero al llegar a los Estados Unidos recordamos dos cosas que habíamos olvidado: que yo no tenía la documentación necesaria, y que el saxofonista era casado.
Supondrá que nunca me ha faltado quien me ofrezca fuego y quien me ofrezca su protección, dijo, aunque a cambio de la protección sepan pedirme más cosas que por el fuego.