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8 de Noviembre,  Jujuy, Argentina
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Nunca es tarde

Lunes, 28 de octubre de 2024 01:04

 

¿Les ha pasado alguna vez que justo cuando una idea nos ronda en la cabeza, ocurre una serie de casualidades que coincide justo con ese tema? Es como la teoría (escalofriante) de que el teléfono está continuamente escuchando lo que uno dice, cuando comentamos a un amigo: “me gustaría conocer la Torre Eiffel” y empiezan a aparecer ofertas de viajes a París, alojamientos, lugares a visitar, etc. Parece surreal, tan ciencia ficción que no lo podemos creer. Pero sucede. O, mejor dicho, así me sucedió a mí, hace unos meses. Anécdota que paso a relatarles.

Todo empezó cuando recordé que tenía una carrera cursada y casi terminada desde hace más de veinte años. Sí, tal cual, así como leen. Apenas salí del secundario me metí a estudiar Ciencias Económicas en una universidad privada. Una “pasta”, como se dice, un montón de plata invertida por mis padres, que en paz descansen, a quienes no les regalé la alegría de ver a su único hijo recibido. En mi defensa, justo cuando estaba a tres materias de recibirme, empecé a trabajar en una empresa multinacional que me ofreció “el oro y el moro”. Mi entonces jefe me vio potencial, y yo no defraudé. Empecé vendiendo proyectos arquitectónicos, viajé, me pusieron al frente de un equipo en el que yo era el más joven y el más capaz, según me endulzaba la oreja mi jefe.

Crecí laboralmente con la rapidez de un cometa. A los treinta y dos años ya tenía la gerencia de finanzas y, cinco años más tarde, la dirección. Fácilmente, me olvidé de mi carrera trunca.

En el medio de la vorágine y el crecimiento laboral, me enamoré, me casé, tuve dos hijos, y me separé. Perdí pelo, me dejé crecer la barba, me llené de canas y mis padres fallecieron en un accidente de tránsito. De un momento a otro, me quedé huérfano, y me llevó años hacer ese duelo. “Tienes que encontrar alguna actividad que te apasione”, me dijo mi terapeuta, un señor mayor, cuya escasa visión era inversamente proporcional a la lucidez con la que aconsejaba. “Inténtalo, hijo, algo te tiene que gustar fuera del trabajo”, me aconsejaba.

Así fue que comencé mi búsqueda. Primero intenté con la bicicleta. Empecé rodando una hora por día, todos los días, batiendo mis récords de distancia-tiempo. Hasta que me aburrí y vendí la bici. Mi siguiente intento fue con la natación. Misma historia, empecé con muchísima emoción y entusiasmo, pero al año ya había colgado las antiparras. Luego me uní a un grupo de corredores. Disfrutaba mucho salir en grupo a recorrer los bosques de Palermo, pero me resultaba complicado mantener el ritmo de entrenamiento y terminé abandonando. Después me enganché con pádel, que había vuelto a estar de moda. Jugaba tres, y hasta cuatro veces por semana, entre el trabajo, los niños y los viajes. Pero fue insostenible. Me complicaba coordinar los partidos así que abandoné y regalé mi paleta.

Llegaron mis cincuenta. Mis hijos me organizaron una fiesta demasiado ruidosa y multitudinaria para mi gusto. Estaban todos, mis compañeros de trabajo, mis amistades y familiares. La pasé genial, pero a la mañana siguiente me encontré en shock cuando abrí los regalos. Claramente los invitados estaban tan perdidos como yo en medio de mis inconstantes actividades. En los paquetes encontré unas patas de rana, un cronómetro, un casco, y pelotas de pádel. Entonces me di cuenta, no terminaba nada, nada de lo que iniciaba. No lograba ser constante. Pero, ¿por qué?

Del shock pasé a la preocupación. ¿Qué quería realmente de mi vida?, ¿sólo trabajar?, ¡no podía ser! Algo debía encontrar, que realmente me satisfaga y disfrute, sostenidamente, a lo largo de los años. Entonces recordé a mi olvidada carrera inconclusa, mis tres materias pendientes, mis padres que murieron sin ver a su hijo recibido.

Del pensamiento pasé a la acción. Llamé a la universidad y consulté el estado de mis materias aprobadas. Me informaron que seguían válidas, que podía cursar las tres materias que me faltaban, y en seis meses podía recibirme. No lo pude creer. Me llené de entusiasmo, organicé mis horarios para cursar de manera virtual y me lancé al estudio.

En los días posteriores, me sucedieron las coincidencias que les comenté al inicio de este relato. Empecé a cruzarme con gente que me contaba acerca de sus pendientes, de metas logradas, de sueños alcanzados. Luisa, mi vecina del quinto piso, me dijo que por fin a sus cincuenta y seis años había empezado a estudiar abogacía. Cape, un compañero de trabajo, me contó orgulloso que para su cumpleaños número cincuenta, se había auto regalado un curso de natación. “No sé nadar, amigo” me dijo, con los ojos llenos de lágrimas. “Me emociona saber que voy a aprender y, ¿sabés qué? En tres años, competiré un Ironman” concluyó, con tanta decisión que no pude contener la emoción.

Me puse las pilas. Hice malabares para cumplir con el laburo y la cursada, trabajos prácticos y exámenes. Al mismo tiempo, el teléfono me atormentaba con ofrecimientos de carreras universitarias, maestrías y cursos variados. Me había escuchado, el muy metiche.

Finalmente, llegó el día. El chofer del taxi que me llevó a presentar mi último examen a la universidad, me contó que al fin iba a conocer el mar, un pendiente que tenía desde pequeño, y que siempre había postergado. “Ahora iré, en tren, en mula o caminando, ya está decidido, me voy mañana”, me dijo, emocionado, sonriéndome por el espejo retrovisor

Afortunadamente, aprobé aquel último examen, me recibí. Un joven profesor me felicitó con un “Felicitaciones, Señor”, y yo le dediqué el título a mis padres en el cielo.

No solo eso, además, aprendí. A mis cincuenta años, aprendí que nunca es tarde para alcanzar metas, completar pendientes, aprender a nadar.

Aprendí que merecemos dedicar tiempo y energía a uno mismo, y que eso no es egoísmo; que siempre hay otra oportunidad, que el esfuerzo es parte del premio, que la perseverancia es la clave del éxito, y que la recompensa, finalmente, llega.

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