POR ALEJANDRO SAFAROV
Director de Carrera Relaciones Internacionales UCSE-DASS Integrante
Departamento de América Latina y el Caribe
IRI-UNLP y del Consejo Federal de Estudios Internacionales -CoFEI-
En los últimos días, miles de personas salieron a las calles en distintas ciudades europeas para rechazar la inmigración. Londres fue escenario de la masiva marcha "Unir el Reino", con más de 100.000 manifestantes pidiendo cerrar las fronteras y endurecer las leyes de asilo. En Polonia, en más de ochenta ciudades, marcharon reclamando control migratorio y deportaciones inmediatas. Este clima no es nuevo, pero la escala de las movilizaciones marca una señal de alarma: el rechazo a la inmigración está dejando de ser un discurso de grupos extremos para convertirse en un fenómeno social de masas.
Los datos son contundentes. En 2023, la Unión Europea recibió 4,3 millones de inmigrantes procedentes de países no miembros de la UE, con Alemania y España a la cabeza como principales receptores. Europa alberga hoy a casi 87 millones de migrantes internacionales, y cada año miles mueren o desaparecen intentando cruzar el Mediterráneo. Detrás de esas cifras hay personas que huyen de guerras, hambre y gobiernos fallidos.
Las causas son múltiples: falta de oportunidades, desempleo crónico, crisis climática, violencia, corrupción y, en casos extremos, regímenes autoritarios que expulsan a su población. En nuestra región el ejemplo más dramático es Venezuela, con más de 7,7 millones de personas que emigraron forzadas por el colapso económico, la represión política y la corrupción sistémica. Es un éxodo que desangra al país y desafía a toda la región.
Sin embargo, el debate no puede limitarse a los países emisores. Los países desarrollados exhiben una paradoja: cuando necesitan mano de obra barata para trabajos que sus ciudadanos ya no realizan -agricultura, construcción, servicios de cuidado- permiten la inmigración, incluso tolerando la irregularidad. Pero cuando la presión social aumenta, levantan muros y cierran fronteras. A esto se suma su responsabilidad en los conflictos que generan migración: guerras en Medio Oriente, intervenciones en África o Asia, bloqueos económicos que profundizan crisis y obligan a poblaciones enteras a huir. No se puede pedir control de fronteras sin reconocer esta corresponsabilidad.
También es cierto que el miedo de las sociedades receptoras tiene raíces reales. La falta de integración de los recién llegados los empuja muchas veces a la informalidad o a trabajos ilegales, lo que alimenta estigmas y genera rechazo. La educación y el nivel de conciencia cívica de las poblaciones locales no siempre están preparados para absorber procesos tan complejos de cambio cultural.
A esto se suma un temor más profundo: el miedo al mestizaje. El miedo a mezclarnos, a perder identidad, costumbres, idioma o religión. En los años 90, Samuel Huntington advertía en "Quiénes Somos?" que la inmigración masiva planteaba un desafío existencial a la identidad cultural estadounidense. Hoy Europa vive una tensión similar. Pero quizá la pregunta que debamos hacernos como humanidad no es cómo evitar el mestizaje, sino cómo gestionarlo para que sea motor de integración y no de conflicto. Las migraciones han creado civilizaciones, lenguas y culturas que hoy admiramos; temer a la mezcla es temer a nuestra propia evolución.
Las marchas en Europa nos interpelan. Muestran que los miedos son reales y que el debate no es simple. Pero la solución no puede ser solo cerrar fronteras o criminalizar al inmigrante. Hace falta un pacto global que aborde las causas de raíz: la pobreza, la violencia, las dictaduras, las guerras y el cambio climático. Hace falta también educación ciudadana en los países receptores para evitar que el miedo derive en odio.
Todos somos parte de una evolución compartida en este planeta. El camino no puede ser otro que la integración. Pero para integrarnos necesitamos educación: para respetar al que llega y también al que recibe, educación para entender que la diversidad no es amenaza sino riqueza. Más educación y más tolerancia son herramientas para que el miedo no se transforme en odio.
América Latina, tiene una larga tradición de puertas abiertas. Millones de inmigrantes llegaron en distintas oleadas y junto a los nacionales construyeron ciudades, economías y culturas. Esa vocación acogedora es un valor que debemos defender y perfeccionar. El desafío es seguir trabajando en políticas y en educación para integrarnos mejor, respetando nuestras diferencias y fortaleciendo la convivencia democrática.