¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

°
17 de Agosto,  Jujuy, Argentina
PUBLICIDAD

Tiempo de cosecha, lo que siento a mis 69 años

Sabado, 16 de agosto de 2025 22:33
LIGIA MIRALLES | COLUMNISTA DESTACADA DE EL TRIBUNO DE JUJUY

@ligiamiralles

Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

@ligiamiralles

A los 69 años, me descubro caminando por senderos que alguna vez imaginé lejanos, como si pertenecieran a otra persona, a una mujer que aún no existía. Hoy, esa mujer soy yo. No llegué aquí por casualidad, sino después de haber transitado caminos luminosos y oscuros, de haberme detenido a descansar cuando el peso era grande, y de haber acelerado el paso cuando la vida me llamaba con fuerza.

Siento que estoy en un tiempo de cosecha, un momento en el que lo sembrado a lo largo de décadas empieza a entregarme sus frutos, algunos dulces, otros ásperos, todos valiosos. La cosecha no siempre se recibe con sonrisas.

A veces, recojo lo que sembré sin saberlo: palabras que dije y que marcaron, gestos que quedaron grabados en la memoria de otros, elecciones que tomé creyendo que eran pequeñas y que con el tiempo se volvieron grandes. Hay días en que los frutos que recojo me sorprenden con ternura, como cuando un hijo o hija, o un nieto o una nieta, me recuerda un momento que yo creía perdido y me lo devuelve intacto, cargado de amor. Y hay otros días en que me enfrento a frutos amargos, recuerdos de errores que cometí, de caminos que tal vez habría querido recorrer de otro modo. Pero a esta altura entiendo que no hay cosecha sin ambos sabores, que no existe plenitud sin el contraste de lo dulce y lo agrio.

Mirando hacia atrás, veo a la niña que fui, con los ojos curiosos y el corazón inquieto, intentando comprender un mundo que a veces parecía demasiado grande y otras veces, demasiado pequeño para mis sueños. Veo a la joven que buscaba su lugar, que a veces se sintió perdida, y que otras veces se sintió invencible. Veo a la mujer que se atrevió a amar con intensidad, que se equivocó, que volvió a intentarlo, que levantó la voz cuando fue necesario y que supo callar cuando el silencio era más elocuente que cualquier palabra. Cada una de esas versiones de mí dejó semillas en este campo que hoy recojo.

Siento que hoy, más que correr detrás de metas, aprendo a contemplar. Es un tiempo de mirar cómo la vida se despliega ante mí con toda su belleza y su crudeza. Ya no necesito probarme nada. Ya no compito con nadie, ni siquiera conmigo misma. Hay una serenidad que no conocía antes, una paz que no es pasividad, sino un reconocimiento profundo de que todo lo vivido tenía un sentido, incluso lo que me rompió. Porque de esas roturas brotó la luz que me acompaña ahora.

La cosecha también me muestra las personas que han sido mi tierra fértil. Los vínculos que sostuvieron mi crecimiento, los que me empujaron cuando dudaba, los que me abrazaron cuando sentí frío en el alma. Agradezco a quienes caminaron a mi lado, incluso a quienes solo estuvieron un tramo del camino. Cada uno dejó algo en mi suelo, un nutriente invisible que me ayudó a seguir.

También aprendí a agradecer las ausencias, porque ellas me enseñaron la fuerza de mi propia raíz. Es curioso cómo, a esta edad, la noción del tiempo cambia. Ya no se mide en calendarios ni en relojes, sino en momentos que realmente importan. Una tarde de charla con alguien que amo, un amanecer que me encuentra despierta y reflexiva, la risa espontánea de un nieto, el aroma de un café, el silencio compartido con un amigo del alma. Esos son ahora mis verdaderos tesoros. Siento que cada instante tiene un peso específico, un valor que no necesita justificación.

También descubro que la cosecha no es solo recibir, sino entregar. Lo que recojo hoy, lo devuelvo en forma de palabras, de gestos, de enseñanzas. Entiendo que hay quienes me miran como yo miraba a los mayores cuando era joven, buscando guía, apoyo, o simplemente una presencia que inspire confianza. Y aunque no siempre me siento lista para ese papel, acepto que mi experiencia, mis aciertos y mis heridas, pueden ser faro para otros. No para que sigan mis pasos, sino para que se atrevan a dar los suyos. La vida, a esta altura, se vuelve más sencilla y más profunda a la vez.

Me importa menos la aprobación externa y mucho más la coherencia interna. Mido mis decisiones por la paz que me dejan, no por la apariencia que proyectan. Me atrevo a decir lo que siento, pero también a callar cuando sé que la verdad necesita madurar antes de ser dicha. He aprendido a cuidar mi energía como se cuida un huerto: retirando las malezas, regando lo que florece, dejando descansar la tierra cuando lo necesita.

A los 69 años, miro con ternura mis cicatrices. No las oculto, porque son las líneas que cuentan mi historia. Cada una, habla de una batalla librada, de una caída superada, de un duelo atravesado, de una alegría que me cambió para siempre. Ya no quiero una vida perfecta, quiero una vida auténtica. Y en esa autenticidad entra la vulnerabilidad, el no saber, el permitirme descansar, el aceptar ayuda. Porque también he aprendido que recibir es parte de la cosecha, y que dejar que otros me cuiden no me hace menos fuerte, sino más humana.

A veces me preguntan si me asusta el futuro. La verdad es que no. Claro que hay incertidumbre, pero la he habitado tantas veces que ya no me intimida. Sé que cada día que despierto es un regalo que no se repite, y eso me hace vivirlo con más atención. No niego que hay cosas que duelen: despedidas que no quería, cambios que no pedí, pérdidas que todavía laten en mi pecho. Pero incluso eso es parte del ciclo natural de la vida, como las estaciones que saben cuándo llegar y cuándo irse.

Mi cosecha, en este momento, está hecha de gratitud. Gratitud por lo que tengo, por lo que tuve y hasta por lo que no llegó a ser. Porque todo eso me moldeó. Gratitud por los rostros que me acompañan y por aquellos que solo viven en mi memoria. Gratitud por las lecciones que aprendí de la manera más dura, y por las que llegaron envueltas en ternura. Gratitud por estar aquí, por poder contar mi historia, por tener todavía semillas para plantar.

Si algo siento es que la vida sigue siendo fértil mientras haya amor que dar. No importa la edad, las canas o las arrugas; lo que importa es la capacidad de seguir asombrándome, de seguir aprendiendo, de seguir diciendo "sí" a lo que me hace bien. Sé que algún día mi cosecha quedará en manos de otros, y eso no me entristece. Al contrario, me llena de esperanza pensar que las semillas que planté seguirán germinando en tierras que quizá nunca pise, en corazones que tal vez nunca conozca.

Hoy recojo lo que sembré, pero también vuelvo a sembrar. Porque aunque el calendario marque 69 años, mi alma sabe que siempre hay un nuevo brote por cuidar, un nuevo fruto por esperar. Y mientras mis manos puedan trabajar la tierra de la vida, seguiré cultivando. Ese es mi pacto con el tiempo: agradecer lo que recibo y entregar lo que puedo, sabiendo que todo, absolutamente todo, encuentra su momento de florecer. Namasté. Mariposa Luna Mágica.

 

Temas de la nota

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD