¿Quieres recibir notificaciones de alertas?

°
1 de Agosto,  Jujuy, Argentina
PUBLICIDAD

Aprender de las pérdidas

Viernes, 01 de agosto de 2025 01:01

La vida, con su ritmo misterioso, nos enfrenta a momentos de gozo y expansión, pero también a pausas dolorosas: las pérdidas. A lo largo del camino, todos perdemos algo o a alguien. Personas que amamos, vínculos, sueños, lugares, roles, certezas. Y aunque quisiéramos evitarlas, las pérdidas son parte inevitable del existir. Lo que sí está en nuestras manos es la forma en que las transitamos y qué hacemos con ese dolor: resistirlo o aprender de él.

Alcanzaste el límite de notas gratuitas
inicia sesión o regístrate.
Alcanzaste el límite de notas gratuitas
Nota exclusiva debe suscribirse para poder verla

La vida, con su ritmo misterioso, nos enfrenta a momentos de gozo y expansión, pero también a pausas dolorosas: las pérdidas. A lo largo del camino, todos perdemos algo o a alguien. Personas que amamos, vínculos, sueños, lugares, roles, certezas. Y aunque quisiéramos evitarlas, las pérdidas son parte inevitable del existir. Lo que sí está en nuestras manos es la forma en que las transitamos y qué hacemos con ese dolor: resistirlo o aprender de él.

Aprender de las pérdidas no significa romantizar el sufrimiento. No se trata de agradecer el dolor ni de tapar la tristeza con frases hechas. Es más bien una invitación amorosa a mirar lo que duele con presencia, a reconocer que algo se rompió, que una etapa terminó, que algo en nosotros también cambia.

La pérdida nos confronta con la impermanencia, con lo frágil que puede ser todo. Y, aunque al principio esa idea puede asustarnos, con el tiempo también puede darnos libertad. Porque cuando aceptamos que nada es para siempre, empezamos a valorar lo que sí está, lo que sí tenemos, lo que sí somos.

Hay algunas que llegan de golpe, como un trueno inesperado. Otras se anuncian lentamente, con señales sutiles, como hojas que caen de a poco en un otoño que ya intuíamos. Algunas nos desgarran porque implican decir adiós a alguien que amamos profundamente. Otras nos confrontan con partes de nosotras mismas que ya no encajan, que ya no queremos sostener.

Cada pérdida trae su propio aprendizaje, su propio lenguaje. Cada pérdida que enfrentamos nos ofrece una oportunidad única para aprender y crecer. No se trata solo de lo que dejamos atrás, sino de cómo decidimos interpretar esa experiencia.

Es un recordatorio constante de que la vida está llena de ciclos, y que cada etapa tiene algo que ofrecernos. Y no hay recetas. Cada quien tiene su tiempo, su modo, su ritmo para elaborarla.

Desde la mirada gestáltica, toda pérdida es también una oportunidad de crecimiento. No en un sentido utilitario, sino en una comprensión profunda de que el dolor, cuando se lo transita con conciencia y acompañamiento, puede abrir puertas internas que antes estaban cerradas. Puede enseñarnos a soltar el control, a aceptar lo que no depende de nosotros, a vivir con más autenticidad. Así como pasa cuando tenemos una herida en la piel que lo que viene después es el proceso de sanar a través de la formación de una costra y luego la cicatriz que nos queda, después de una pérdida viene el proceso de duelo que, por doloroso o desagradable que se sienta, es parte del proceso de sanar y ayudarnos a aprender a vivir con la ausencia.

En ese vacío que deja lo que se fue, hay espacio para algo nuevo. No inmediatamente, no sin proceso, pero hay espacio. A veces, cuando perdemos algo, sentimos que también nos perdemos a nosotros mismos. Como si el vínculo con eso o con esa persona nos definiera. Es en esos momentos cuando necesitamos reencontrarnos. Volver a habitar el cuerpo, escuchar nuestras emociones, permitirnos llorar, enojarnos, extrañar. Sin juzgar lo que sentimos. Sin apurarnos a "estar bien".

Al igual que un camaleón, el dolor se presenta de muchas maneras diferentes. Incluso entonces, es multifacético y cambia a lo largo del camino invitándonos constantemente a recordarlo y a darle el tiempo que se merece. Ira, negación, irritabilidad, tristeza, estrés, dolor físico, depresión, insomnio, soledad y mucho más.

El dolor también es muy personal. No es muy ordenado ni lineal. No sigue ningún cronograma ni programa.

Podemos llorar, enojarnos, retraernos, sentirnos vacíos. Ninguna de estas cosas es inusual o incorrecta. La sanación no es lineal ni tiene plazos. Pero sí necesita presencia, amor, escucha y a veces, silencio.

También nos enseña a mirar con más ternura al otro. Nos vuelve más humildes. Nos recuerda que no sabemos por lo que está atravesando quien camina a nuestro lado. Nos sensibiliza. Nos humaniza. Y esa sensibilidad, lejos de debilitarnos, nos vuelve más sabios. Nos permite conectar desde un lugar más real, más profundo, más honesto.

En muchas culturas ancestrales, la muerte y la pérdida eran honradas con rituales colectivos. Se lloraba en comunidad, se compartía el duelo, se nombraba a los ausentes, se los recordaba. Hoy, en un mundo que va tan rápido, muchas veces el dolor queda solapado, escondido detrás de la prisa o la productividad. Pero el alma tiene sus propios tiempos, y el cuerpo guarda memoria. Hacer espacio para el duelo, para el recuerdo, para el agradecimiento, es una forma de sanar.

Aprender de las pérdidas también implica resignificar. Comprender, con el tiempo, qué nos enseñó esa persona, ese momento, ese vínculo. Qué aprendimos de nosotros mismos al atravesar esa experiencia. Qué recursos internos descubrimos. A veces, lo que perdemos nos acerca más a lo esencial. Nos ayuda a definir lo que sí queremos, lo que sí nos nutre, lo que sí elegimos. Y aunque al principio no lo veamos, el dolor también puede abrirnos al amor. A un amor más amplio, más profundo, más compasivo.

Porque cuando hemos atravesado una pérdida, sabemos acompañar a otros desde otro lugar. Sabemos que no se trata de dar consejos, sino de estar. De sostener la presencia. De ofrecer un abrazo sincero o un silencio compartido. Nos volvemos más adaptables y flexibles, cualidades esenciales para navegar por la incertidumbre de la vida.

El arte de aceptar las pérdidas no es un acto de rendición, sino de empoderamiento. Nos libera de expectativas irracionales y nos ayuda a construir una relación más saludable con nosotros mismos y con el mundo. A través de este arte, descubrimos que la verdadera grandeza reside en nuestra capacidad de ser auténticos, vulnerables y, sobre todo, humanos.

Aprender de las pérdidas no es una meta que se alcanza de una vez. Es un camino que se recorre paso a paso. Con retrocesos, con pausas, con avances. Pero siempre con la certeza de que algo dentro de nosotros se transforma.

Cada vez que enfrentamos una pérdida, ya sea personal, profesional o emocional, estamos participando en un proceso que nos revela aspectos profundos de nuestra identidad. Nos obliga a cuestionarnos, a analizar nuestras decisiones y a buscar nuevas formas de avanzar. Y que, en ese proceso, nos vamos volviendo más auténticos, más presentes, más vivos.

Porque sí, perder duele. Pero también nos revela. Nos recuerda lo que importa. Y nos invita, una y otra vez, a elegir la vida con todo lo que trae. Namasté. Mariposa Luna Mágica.

 

Temas de la nota

PUBLICIDAD
PUBLICIDAD