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9 de Agosto,  Jujuy, Argentina
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La niña que vendía mangos

Lunes, 16 de junio de 2025 01:01
LA “F” | SAQUÉ DE MI CARTERA LA PEQUEÑA CAJA CON LA CADENITA Y SE LA ENTREGUÉ, LLENA DE EMOCIÓN.

Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Fátima, sentada en el cordón de la vereda, en la estación de trenes al frente de mi edificio. Flaquita, con una prolija trenza negra que le llegaba hasta la cintura, unas zapatillas blancas inmaculadas y llenas de agujeros, un suéter enorme y descolorido, ofrecía mangos a los apresurados transeúntes, sin pronunciar palabra. Yo me acerqué y le compré uno. Ella me sonrió tímidamente mientras calculaba el cambio. Desde entonces, cada día pasaba por mi fruta y el regalo matinal de su preciosa sonrisa tímida.

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Recuerdo perfectamente la primera vez que vi a Fátima, sentada en el cordón de la vereda, en la estación de trenes al frente de mi edificio. Flaquita, con una prolija trenza negra que le llegaba hasta la cintura, unas zapatillas blancas inmaculadas y llenas de agujeros, un suéter enorme y descolorido, ofrecía mangos a los apresurados transeúntes, sin pronunciar palabra. Yo me acerqué y le compré uno. Ella me sonrió tímidamente mientras calculaba el cambio. Desde entonces, cada día pasaba por mi fruta y el regalo matinal de su preciosa sonrisa tímida.

De a poco me fui enterando de su nombre y el de su mamá, de que era la segunda de cinco hermanos y que vivían en un barrio precario a las afueras de la ciudad. Su papá se había marchado a cosechar manzanas al sur, pero no volvió más. Fátima vendía mangos para ayudar a la familia. Su mamá había decidido que la hermana mayor siguiera asistiendo al colegio, le faltaba poco para terminar la primaria, y Fátima podría retomar sus estudios luego.

Un día, mientras yo elegía mi  mango, ella me mostró unos cuadernos usados que escondía bajo los cajones de fruta. Me contó que eran los de su hermana, mientras sus ojos se encendían, ansiosos por aprender. A la mañana siguiente, le llevé una caja de lápices de colores, y un cuaderno de tapas duras sin usar. Su emoción me hizo el día. Desde entonces, empecé a llevarle libros de cuentos, marcadores, una regla y una goma. Una compañera de trabajo me regaló una mochila que era de su hijo, y mi hermana unas zapatillas nuevas para Fátima. De a poco fuimos tejiendo una red de contención, y conseguí ropa y zapatos también para sus hermanitos. La madre de Fátima recibía agradecida.

Pasaron los meses, los años y aquella niñita que estudiaba al lado de su cajón de mangos, frutillas, arándanos o nueces, según la estación del año, fue creciendo y aprendiendo. Un día le comenté a su mamá que Fátima podía rendir las materias como alumna libre, y le conseguí una escuela que la aceptaba. Así terminó la primaria y, tres años más tarde, la secundaria.

Una mañana de otoño fui a buscarla al lugar de siempre. Llevaba  un regalo especial, una cadena con el dije de la letra F, mi regalo por haber terminado sus estudios. Pero al llegar no encontré a nadie. 
Durante días no supe nada de Fátima y su familia. Me preocupé y entristecí mucho. No tenía idea de qué les habría pasado, y temí lo peor.

Un mes después, mientras regresaba a casa después de mi trabajo, vi a Fátima sentada en el cordón de la vereda donde solía estar su puesto. Corrí a abrazarla, ella me estaba esperando con su tímida  sonrisa. Le pregunté dónde había estado y me contó que sus exámenes finales habían sido excelentes, que el director del colegio la había propuesto para unas olimpíadas de literatura, que estuvo estudiando día y noche, sin parar, y que había ganado todos los retos con honores. Sus notas eran muy superiores al resto y le ofrecían continuar sus estudios en una universidad y becada hasta el final de su carrera!

La abracé, sin poder contener las lágrimas. Saqué de mi cartera la pequeña caja con la cadenita y se la entregué, llena de emoción. Ella me dio las gracias, y prometió visitarme cada vez que pudiera. Así  comprobé que se necesita tan poco para influenciar positivamente en la vida de alguien... Es solo cuestión de querer.

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