Sí, lo reconozco, tengo un TOC, un trastorno obsesivo compulsivo, ¿quién no tiene uno? No es que me sienta orgulloso de eso, pero tampoco me da vergüenza. Soy así, y a al que le guste, bien, y al que no, también. No lo puedo evitar, no sé si tendrá arreglo. Pero, al fin y al cabo, no le hago mal a nadie. La verdad es que la mayoría del tiempo, no me molesta ser así, salvo cuando pienso que he perdido algunas amistades en el camino y, lo que mas me duele, un lindo amor.
inicia sesión o regístrate.
Sí, lo reconozco, tengo un TOC, un trastorno obsesivo compulsivo, ¿quién no tiene uno? No es que me sienta orgulloso de eso, pero tampoco me da vergüenza. Soy así, y a al que le guste, bien, y al que no, también. No lo puedo evitar, no sé si tendrá arreglo. Pero, al fin y al cabo, no le hago mal a nadie. La verdad es que la mayoría del tiempo, no me molesta ser así, salvo cuando pienso que he perdido algunas amistades en el camino y, lo que mas me duele, un lindo amor.
Nos conocimos un día en el cine. Yo fui solo, ella también. Sentados uno al lado del otro, la charla surgió fácil y espontáneamente. Por experiencias anteriores, enseguida le conté de mi condición de alérgico al número impar, esa necesidad de contar todo lo que veo y concluir siempre en un número par. Es así, no puedo ver ni nombrar un número que no sea múltiplo de dos, simple, tranquilo. Por eso, procuro que los números a mi alrededor sean pares y, si no los puedo corregir, como por ejemplo la hora y la fecha, simplemente evito mirar esos números horrorosos.
Para mi tranquilidad, ella me contó de su aversión a los gérmenes, virus y bacterias, su necesidad constante de estar limpiando y desinfectando todo. Recuerdo que nos reímos mucho por tener cada uno su propio TOC, empatizamos enseguida y comenzamos una linda relación. Le parecía divertido subir los escalones de dos en dos, pedir un número par de ravioles o sorrentinos en el restaurant, y a mí no me costaban sus procesos de desinfección constantes, sus cuidados con los zapatos, la ropa, los productos recién llegados del super
Aquella primera época fue maravillosa. Ella cuidaba cada detalle, por mínimo que fuera, para que yo no tuviera que enfrentarme con los números impuros. La cantidad de tostadas, de mandarinas, de comensales en la mesa. Todo iba bien, hasta el fatídico día en que me invitó a almorzar a la casa de sus padres. Era la primera vez que los vería, la gran presentación. Me puse muy nervioso, y eso me jugó en contra, porque cuando estoy nervioso, se me intensifica la necesidad de que todo sea par. Compré un ramo de doce flores para la madre, dos vinos para el padre, me bañé durante veinte minutos, según las indicaciones específicas de mi novia y, en vez de tomarme la línea 3 de subte, me tomé el bondi 202, luego el 60 para llegar a la casa de mis futuros suegros. Tardé casi el doble de tiempo, pero no me importó. Durante el trayecto conté 20 autos rojos, 24 azules, 46 motos y 16 colectivos. Ya estaba complicado, lo sabía. Desde la parada del bondi hasta la casa, conté 186 pasos. Con la mano transpirada toqué el timbre durante dos segundos y esperé. Enseguida mi novia abrió la puerta, me recibió con dos aerosoles antibacteriales y, luego de desinfectarme, me saqué los zapatos y entré.
En la cocina saludé a mis suegros que terminaban de preparar una paella espectacular, impresionante. El olor me cautivó, se me llenó de saliva la boca y me asomé a pispear la paellera. Gran error ¡Casi me da un ataque! ¡Nada era par! Ni los camarones, ni las arvejas, ni los muslos de pollo. ¡Nada! Mi suegro me ofreció una copa de vino que sin pudor terminé de un solo trago. Me ofreció otra y acepté. Quería, mejor dicho: necesitaba con urgencia arreglar la imperfección en la paellera, pero no me animaba a meter la mano. Mi novia había desaparecido, mi suegra me charlaba animadamente mientras ponía la mesa con esmero, y mi suegro seguía sirviéndome vino sin parar mientras yo bebía sin sacar la vista de la paella. Un sudor helado me corría por la espalda, tiritaba. De pronto me sentí pésimo, el vino empezó a hacer su efecto, ya no escuchaba nada de lo que me decían mis suegros cuando de pronto reapareció mi novia. A su lado, una hermana que yo desconocía y que me saludaba amablemente. Fue el colmo, mi límite, la gota que rebalsó mi vaso de paciencia. Ya no seríamos cuatro personas a la mesa, había alguien más, ergo, número impar. O sea que, aparte de los camarones, las arvejas y el pollo, tendría que lidiar con la impura cantidad de copas, de cubiertos, de sillas. Fue demasiado. El mundo se me desdibujó en un instante, sentí un remolino imparable en mi estómago y, sin previo aviso, abrí la boca y el vino salió disparado sobre la hermosa mesa y todo lo que había en ella.
No recuerdo cómo volví a casa, tampoco supe lo que dije, lo que me dijeron, las caras, tal vez insultos que recibí. Cuando recobré la conciencia, estaba en mi cama, tranquilo, y abrazado a mis dos almohadas.