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Que el agradecimiento y la alegría habiten nuestros día

Viernes, 19 de diciembre de 2025 00:00

Vivimos tiempos intensos, veloces, muchas veces exigentes. Días que se suceden unos a otros sin darnos demasiado respiro, con listas de pendientes que parecen no terminar nunca y con una sensación persistente de que siempre falta algo para estar bien. En ese contexto, hablar de agradecimiento y de alegría puede sonar ingenuo, liviano o incluso ajeno a la realidad.

Sin embargo, no lo es. Muy por el contrario: agradecer y alegrarnos no es negar lo que duele, sino elegir desde dónde habitamos lo que vivimos. El agradecimiento no llega cuando todo está resuelto. No aparece mágicamente cuando la vida se acomoda a nuestros deseos. El agradecimiento es una actitud interna, una manera de pararnos frente a la existencia. Es una elección cotidiana, muchas veces silenciosa, que nos invita a ampliar la mirada y a registrar aquello que sí está, aunque no sea perfecto, aunque no sea completo, aunque no sea definitivo. Agradecer no significa conformarse. No es resignación ni pasividad. Es reconocer lo que hay hoy, en este instante, como punto de partida.

Es aceptar que la vida es mezcla: de luces y sombras, de logros y tropiezos, de encuentros y despedidas. Cuando agradecemos, dejamos de pelear con lo que es, y desde allí podemos transformarlo con mayor claridad y serenidad. La alegría, por su parte, no es euforia constante ni sonrisa obligatoria. No es negar el cansancio, la tristeza o el miedo. La verdadera alegría es profunda, serena, humilde. Es esa sensación suave que aparece cuando estamos en coherencia con nosotros mismos, cuando nos sentimos vivos, cuando algo dentro nuestro dice "esto es".

La alegría no siempre hace ruido; muchas veces se manifiesta en calma, en alivio, en un suspiro que descansa. Hemos aprendido, muchas veces, a posponer la alegría. "Cuando logre tal cosa", "cuando termine esta etapa", "cuando cambie aquello", "cuando todo esté en orden". Y así, la vida se nos va y la alegría queda siempre para después. Como si fuera un premio al final del camino y no una compañera posible durante el recorrido. Pero la alegría no es una meta: es un modo de andar. Permitirse la alegría es un acto de valentía. Porque implica abrirse, confiar, bajar defensas.

Implica aceptar que aun en medio de la incertidumbre podemos encontrar motivos para sonreír, para disfrutar, para agradecer. Y eso, en un mundo que muchas veces nos invita al enojo permanente, a la queja constante y a la comparación infinita, es casi un acto revolucionario. El agradecimiento nos devuelve al presente. Nos saca de la nostalgia excesiva por lo que fue y de la ansiedad desmedida por lo que vendrá. Nos ancla en el ahora. En este mate compartido, en esta conversación honesta, en este cuerpo que respira, en este día que, con todo lo que trae, está ocurriendo.

Agradecer es decirle sí a la vida tal como se manifiesta hoy. Cuando entrenamos la mirada agradecida, algo cambia dentro nuestro. Empezamos a registrar pequeños gestos, detalles mínimos, situaciones simples que antes pasaban desapercibidas. Un mensaje inesperado, una risa compartida, un momento de silencio, una caminata tranquila, un recuerdo que abriga.

La vida no se vuelve perfecta, pero se vuelve más habitable. La alegría se nutre de ese mismo entrenamiento. No llega sola. Se cultiva. Se construye. Se elige una y otra vez. A veces es frágil, a veces tímida, a veces aparece por un rato y luego se va. Y está bien. No necesita ser permanente para ser valiosa. Basta con permitirle entrar, aunque sea de a poco, aunque sea en pequeñas dosis. Vivimos muchas veces apurados, exigidos, tensionados. Queremos llegar rápido, resolver todo ya, tener certezas absolutas.

En ese apuro, la alegría queda relegada y el agradecimiento olvidado. Pero el cuerpo avisa, el alma también. Nos cansamos, nos desmotivamos, nos sentimos vacíos. Tal vez no porque falte algo afuera, sino porque nos hemos desconectado de lo esencial. Agradecer y alegrarnos es volver a casa. Es reconectar con lo simple, con lo humano, con lo verdadero. Es reconocer que no necesitamos grandes acontecimientos para sentirnos vivos. Que muchas veces lo extraordinario habita en lo cotidiano, esperando que lo miremos con otros ojos. También es importante decirlo: hay días difíciles. Días en los que cuesta agradecer, en los que la alegría parece lejana. Y está bien que así sea.

No se trata de forzar emociones ni de imponer estados de ánimo. Se trata de respetar nuestros procesos, de escucharnos con honestidad, de darnos permiso para sentir lo que sentimos. El agradecimiento auténtico no nace de la negación del dolor, sino de haberlo atravesado. En esos días, agradecer puede ser simplemente reconocer que seguimos acá. Que respiramos. Que, a pesar de todo, seguimos dando pasos.

A veces el agradecimiento es mínimo, casi imperceptible. Aun así, es suficiente. Porque es real. Porque es sincero. Porque nace del contacto con nosotros mismos. La alegría también puede ser discreta en esos momentos. Puede manifestarse como un instante de alivio, como un gesto amable hacia nosotros, como una pausa necesaria. No siempre se muestra como risa; a veces es descanso. Y eso también es alegría. Permitamos que el agradecimiento y la alegría habiten nuestros días no como exigencia, sino como invitación. Como una puerta que podemos abrir cuando estemos listos. Como una práctica amorosa que nos acompaña y nos sostiene. No para tapar lo que duele, sino para recordarnos que somos más que nuestras dificultades.

Cuando agradecemos, el corazón se ablanda. Cuando nos alegramos, el alma se expande. Y desde ese lugar, nuestras relaciones se vuelven más genuinas, nuestras decisiones más conscientes, nuestra vida más coherente. No porque desaparezcan los problemas, sino porque cambia nuestra manera de estar frente a ellos. Tal vez hoy sea un buen día para empezar. Para detenernos un momento y preguntarnos: ¿qué sí hay en mi vida ahora? ¿Qué puedo agradecer, aunque sea pequeño? ¿Dónde puedo permitirme un poco de alegría, sin culpa, sin explicaciones? No hace falta responder de inmediato. A veces basta con hacerse la pregunta y dejar que la respuesta llegue a su tiempo.

La vida no espera a que todo esté perfecto para ser vivida. Ocurre ahora, en este instante, con lo que hay. Y nosotros podemos elegir cómo habitarla. Con más queja o con más gratitud. Con más dureza o con más alegría. No siempre será fácil, pero siempre será posible intentarlo. Permitamos, entonces, que el agradecimiento y la alegría encuentren un lugar en nuestros días. No como obligación, sino como acto de amor hacia nosotros mismos. Porque cuando agradecemos y nos alegramos, la vida no cambia mágicamente, pero nosotros sí. Y ese cambio, muchas veces, lo transforma todo. Namaste. Mariposa Luna Mágica.

(Correo electrónico: [email protected]).

 

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