Un joven corría bajo la lluvia torrencial por la calle de tierra hacia el bajo. Llevaba en sus bolsillos unas cuantas monedas, el reloj y el celular que acababa de sustraer a un señor de traje, al salir de la cafetería. El plan era simple, arrebatar al desprevenido y seguir su camino.
No calculó que alguien lo seguiría. Pero se equivocó, porque de adentro del local salieron disparados tras él dos jóvenes muchachos, testigos de la escena.
Corría rápido, sus piernas musculosas no se cansaban. Pensó que, si cruzaba el río, ya no lo seguirían, estaría a salvo. Decidido, saltó sobre el camino de piedras hacia la otra orilla.
El agua le tapaba los tobillos y le pareció que había más caudal de lo normal. A mitad del río se dio vuelta a mirar a sus perseguidores quienes se habían quedado en la orilla y ahora gritaban, agitando los brazos con intensidad. No les prestó atención, giró sobre sus talones y decidió apurarse. No tuvo tiempo, no se dio cuenta, no llegó ni a medir la ola gigante de agua y barro que, en un instante, se desplomó implacable sobre él.