Mi nombre es Aclo, aunque en todos lados me conocen con el nombre de “niño sardina”, un mote que me recuerda diariamente, desde hace setenta años, la historia de mi vida. Residíamos en la pequeña aldea de Ilihan, ubicada en la falda de uno de los volcanes de la isla Camiguin. ¿No escuchaste nunca ese nombre? Pues, no me sorprende, no es muy famosa. Para llegar hasta aquí hacen falta muchas horas y variados medios de
transporte, pero valen la pena.
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Mi nombre es Aclo, aunque en todos lados me conocen con el nombre de “niño sardina”, un mote que me recuerda diariamente, desde hace setenta años, la historia de mi vida. Residíamos en la pequeña aldea de Ilihan, ubicada en la falda de uno de los volcanes de la isla Camiguin. ¿No escuchaste nunca ese nombre? Pues, no me sorprende, no es muy famosa. Para llegar hasta aquí hacen falta muchas horas y variados medios de
transporte, pero valen la pena.
Camiguin forma parte del rosario de más de siete mil islas de Filipinas. Es bastante pequeña, pero porta orgullosa y angustiosamente el récord de ser la isla con mayor cantidad de volcanes por metro cuadrado de todo el planeta.
El día más triste de mi vida, amanecí muy temprano con la dulce y suave voz de mi madre: Aclo, levántate hijito. Tienes que ir a comprar una lata de sardinas al mercado, para el desayuno de tu padre. Me levanté sin ganas, pero obedecí. Le di un beso a mi madre, que trató en vano de arreglarme el cabello, y me fui bostezando bajo la tenue llovizna fresca del alba.
Atravesé semidormido aquel bosque frondoso, húmedo, que conocía como la palma de mi mano.
Al llegar al mercado, la señora Rowena estaba justo abriendo la puerta. Amanecía. Apenas alcancé a entrar y saludarla cuando una gran explosión nos sacudió. Inmediatamente después se sucedieron más estallidos y detonaciones. El volcán también se había despertado.
Salimos a la calle, espantados, a ver qué pasaba, pero una gran nube negra lo envolvía todo. Me empezaron a arder los ojos y no podía distinguir nada a mi alrededor. Pensé en mi familia y quise salir corriendo hacia el camino del bosque, pero la señora Rowena me sostuvo entre sus brazos fuertes mientras juntos mirábamos atónitos las feroces lenguas de fuego, que exhalaba el volcán.
La tragedia fue completa. La lava arrasó, destruyendo construcciones, árboles, animales y mi familia.
Durante un tiempo pude quedarme con la señora Rowena, que me trató con mucho cariño y paciencia, pues yo no quería hablar, ni comer. Luego, me llevaron a un orfanato en una isla cercana. Tenía doce años, y había sido el único sobreviviente de la aldea Ilihan, gracias a, o por culpa de, una lata de sardinas.
Cuando cumplí la mayoría de edad empecé a trabajar en una casa de comidas y, siguiendo la voluntad de mi corazón, volví a mi tierra.
Habían pasado ocho años desde la tragedia de mi aldea y, en ese tiempo, la tierra había vuelto a crear, crecer y levantarse con orgullo sobre las cicatrices de la la‑
va.
Durante horas recorrí los senderos, respirando el aire fresco y puro, reconociendo los perfumes de aquel renacido bosque y buscando el lugar exacto donde había vivido junto a mi querida familia. Lloré en silencio mientras intentaba encontrar donde estaba
ubicada mi casa. Se me dificultaba mucho porque había otros árboles, nuevas plantas.
Al cabo de un rato, orientado por la ubicación de los volcanes, pude distinguir el sitio donde estaba nuestra casa. La emoción fue total; estaba seguro, era allí justo
donde se erigía, como diseñado por un paisajista, un gran jardín de flores con coloridas gardenias y jazmines blancos que explotaban de perfume, casualmente (o no) las flores favoritas de mi madre. Mi corazón revivió aquel día.
Me sentí abrazado por los espíritus de mis hermanos, mi padre,
mi dulce madre.
Al poco tiempo de aquel regreso, volví a instalarme en este mismo lugar, a los pies de este volcán que me quitó todo, y me dio todo después. Aquí conocí a quien fue mi esposa y compañera de vida por sesenta años. Aquí formé mi
propia familia y fui feliz.
La tierra, abonada por los minerales de la lava, se había vuelto más poderosa, más fértil y generosa.
Hoy, con ochenta años, me toca dar gracias por todo lo vivido, por los espíritus que me acompañaron en mi travesía, por la generosa tierra que me abriga.
Dicen por ahí que “mientras hay vida, hay esperanza”, y a mí, el niño sardina, me gusta asegurarlo y repetirlo.