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Mi madre me enseñó desde chiquita que debemos desarrollar alas para poder volar a donde quisiéramos y raíces fuertes para no olvidarnos nunca de dónde venimos. En mi época, en el pueblo de Ledesma de los años 90, cuando egresábamos del secundario se nos abrían dos caminos, o nos quedábamos a estudiar el profesorado para la enseñanza, o nos teníamos que trasladar a otras provincias a la universidad. ¿Por qué? Porque en nuestro pueblo no había muchas opciones.
Para ilustrarlos, Ledesma queda bien arriba en el mapa de la Argentina, al noreste de la capital de la simpática botita que forma la provincia de Jujuy. Colindante con Salta hacia el norte y, un poquito más allá, Bolivia, el pueblo se hizo conocido por la empresa azucarera que lleva su nombre. Es uno más de los tantos pueblitos y parajes que se formaron a medida que el ferrocarril, a inicios del siglo XX, extendía sus ramales. En otros tiempos, cuando no existía internet ni redes, a lugares tan lejanos de las capitales se los referían como "donde el diablo perdió el poncho". Así que sí, nosotros venimos de donde el diablo perdió el poncho. Éramos muy distintos a la gente de las grandes urbes y nos fascinaba la idea de mudarnos hacia allá, caminar entre sus edificios enormes, sus avenidas interminables, casas, casas y más casas. En Ledesma nos conocíamos todos, y en un par de horas nos podíamos recorrer en bicicleta casi todos los barrios del pueblo.
"¿A dónde te vas a ir a estudiar?" era la pregunta más común en el último año del secundario. Y las respuestas venían cargadas de ilusión: Tucumán, Córdoba, Rosario. A veces alguno decía Buenos Aires, y nos quedábamos con la boca abierta, admirando al agraciado y queriendo correr con la misma suerte.
Así fue como fuimos emigrando, unos antes, otros después. Pasaron los años y algunos volvieron con el título bajo el brazo a ejercer su profesión en nuestro querido pueblo. Otros nos fuimos yendo, cada vez más lejos. Al principio volábamos lindo, alto y rápido, con nuestras flamantes alas cargadas de proyectos y sueños. Aprendimos a planear casi a la perfección, encontramos amigos nuevos y establecimos nuestros hogares. Pero, de a poco, casi sin darnos cuenta, después de muchos otoños nuestras alas se fueron volviendo más lentas y más pesadas. Perdimos algunas plumas, cambiamos sueños por añoranza, nos atravesó la nostalgia y entendimos que siempre se extraña el pago.
Se extraña el mate con nuestra viejita, pelar mandarinas jugosas sentados bajo el sol de otoño junto a los hermanos, los amigos del barrio, el sabor único del mango ledesmense, de la caña de azúcar. Las redes nos ayudan muchísimo a mantener un contacto casi diario que nos acerca bastante. Cada tanto volvemos de visita, con la esperanza de ver las mismas caras de antes, el cariño de siempre, los sentimientos intactos. Y sí, a pesar del tiempo y la distancia, seguimos encontrando el mismo afecto de la familia y de los amigos. El pueblo ha crecido, hay muchas caras nuevas, ya pocos nos reconocen, pero aún nos sentimos parte. Nos hemos dado cuenta de que además de extrañar el pago, extrañamos el pasado, lo que vivimos, y no podremos repetir; que nuestro hogar ya no está ahí, pero que siempre podemos volver a encontrarnos con nuestros afectos, nuestras profundas raíces.
Se extraña el pago.