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4 de Septiembre,  Jujuy, Argentina
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Una lección de fin de año

Lunes, 30 de diciembre de 2024 08:11

Es el último día del año y, justo en este momento tan estresante en que debo terminar de cocinar y prepararme para salir, mi pequeña perra Molly decide enfermarse. Dejo la lengua de res hirviendo en la olla a presión y decido llevar a mi caniche a la vecina veterinaria del 3H. Salgo a las apuradas, de entrecasa y, apenas cierro la puerta detrás de mí, me doy cuenta de que he olvidado la llave. Giro sobre mis talones y miro la cerradura, evaluando la situación. Estoy afuera de mi departamento, con un vestido desgastado, en ojotas, con la perra vomitando, sin celular
y sin llave. A punto de hiperventilar, respiro hondo y trato de mantener la calma. Debo pensar en una solución.

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Es el último día del año y, justo en este momento tan estresante en que debo terminar de cocinar y prepararme para salir, mi pequeña perra Molly decide enfermarse. Dejo la lengua de res hirviendo en la olla a presión y decido llevar a mi caniche a la vecina veterinaria del 3H. Salgo a las apuradas, de entrecasa y, apenas cierro la puerta detrás de mí, me doy cuenta de que he olvidado la llave. Giro sobre mis talones y miro la cerradura, evaluando la situación. Estoy afuera de mi departamento, con un vestido desgastado, en ojotas, con la perra vomitando, sin celular
y sin llave. A punto de hiperventilar, respiro hondo y trato de mantener la calma. Debo pensar en una solución.

Ya sé, Tita, la vecina del 5A tiene una llave de repuesto. Ella podrá ayudarme. Mientras reacciono y llamo al ascensor, miro a Molly que me observa con cara de no aguantar más. Decido, entonces, llevarla primero a la veterinaria en el tercer piso. Afortunadamente, me está esperando. Me hace pasar rápidamente, la revisa y le administra unas gotas, lamentando mi situación y deseándome un buen fin de año.

A los pocos minutos, salgo de su departamento en busca de Tia, mi salvadora del quinto piso. Pero el destino no parece estar de mi lado, porque Tita no responde a mi insistente timbreo. Desesperada, frustrada, sigo llamando a la puerta, cuando la vecina del 5B me informa que Tita
acaba de salir de vacaciones a la costa por una semana. ¡Qué mala suerte! Si hubiera venido antes, la habría encontrado. No puedo creerlo. Respiro hondo nuevamente y pienso en el portero, seguro él me ayudará.

Corro hacia el ascensor, pero tarda en llegar, así que decido bajar por las escaleras. Con Molly en brazos, me lanzo a toda velocidad sin agarrarme de la baranda. Justo cuando estoy cerca del final, resbalo en uno de los últimos escalones y caigo de espaldas sobre el brillante piso de la planta baja. ¡Ay, qué dolor! Despatarrada en el suelo, con los calzones al aire, pego un grito, alertando a Vicente, el portero, quien acude rápidamente a ayudarme. Siento dolor desde el huesito dulce hasta el alma de mi bisabuela, y Molly vuelve a vomitar. Vicente me ofrece una mano y me pregunta si quiero hielo para el golpe, pero entre la frustración y las lágrimas le explico que necesito abrir la puerta, que la olla está hirviendo y que estoy a punto de explotar. Él trata de calmarme y llama inmediatamente a un cerrajero amigo. Le digo que esperaré arriba, en mi entrada. 

¡Qué desgracia! Me amargo. Tenía un plan, todo calculado al minuto, en este momento debería estar preparando la lengua a la vinagreta, o alistándome para salir radiante en mi vestido rojo hacia la casa de mis padres para despedir el año viejo y recibir al nuevo. No es la primera vez que un imprevisto me saca de curso y me hace reflexionar sobre la falta de control en los eventos de la vida. Algunos lo atribuyen al azar, al destino, a Dios o a los astros. No sé quién o qué es responsable de estas sorpresas, pero cada vez que surgen, me doy cuenta de lo pequeña que soy, de la fragilidad de mis planes y de cuánto debo aprender y cambiar mi forma de pensar. ¿Será que todo es tan grave como parece? ¿O tendré que identificar mejor lo que realmente es importante? Y si llego tarde, ¿cuán grave puede ser? Tal vez no hacía falta correr tanto,
abarcar mucho, cumplir con todo y todos.

La oscuridad comienza a caer y el cerrajero no aparece. Estoy apoyada en la puerta de mi departamento, con Molly durmiendo sobre mis piernas, mientras en el interior la olla a presión sigue silbando. Yo estoy entregada, sumida en mis pensamientos. De pronto, se abre la puerta del ascensor: es Vicente, que me acerca una botella de cerveza helada. “Tome, María, para ahogar las penas”, me dice.

Sonrío y, aunque quiero agradecerle con palabras, solo le hago un gesto con la cabeza mientras bebo un sorbo largo. Cinco minutos después, llega el cerrajero y, casi al instante, abre la puerta. Le pago y agradezco mientras, con una calma inusitada, rediseño mi plan para lo que resta de este día ajetreado.

Así me despido del año viejo, con una lección más de la vida. En esta noche de celebración, brindaré por las experiencias que me tocaron en suerte, por lo que aprendí de cada una de ellas, deseando que el nuevo año me sorprenda con nuevos y valiosos aprendizajes. Al final, esos son los condimentos que sazonan los días. 

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