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4 de Septiembre,  Jujuy, Argentina
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Estar atentos hace la diferencia

Martes, 26 de noviembre de 2024 01:00

Vengo apurado, con la cabeza en mil temas y encima el semáforo parece encaprichado en no cortar el tránsito. Del otro lado de la calle, una mujer espera cruzar la avenida sin perder el equilibrio. Trae un carrito con un bebé que llora a gritos, y un niño de unos tres años aferrado a su pollera. De su brazo cuelga una bolsa repleta de mercadería y, sobre el hombro contrario, una cartera inmensa. Finalmente, los autos de detienen y la veo venir, impaciente, en sentido contrario al mío. Cuando se acerca, escucho parte de la conversación que mantiene con el niño mayor: “no podemos un perro, Julián, ya te dije que no podemos. íPero yo quiero, maaaa! Después lo hablamos, Juli, contame, ¿qué tal el jardín hoy?” Y justo cuando estaba por poner un pie sobre la vereda, la bolsa se desfonda y ruedan por la calle tomates, naranjas, manzanas y limones.

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Vengo apurado, con la cabeza en mil temas y encima el semáforo parece encaprichado en no cortar el tránsito. Del otro lado de la calle, una mujer espera cruzar la avenida sin perder el equilibrio. Trae un carrito con un bebé que llora a gritos, y un niño de unos tres años aferrado a su pollera. De su brazo cuelga una bolsa repleta de mercadería y, sobre el hombro contrario, una cartera inmensa. Finalmente, los autos de detienen y la veo venir, impaciente, en sentido contrario al mío. Cuando se acerca, escucho parte de la conversación que mantiene con el niño mayor: “no podemos un perro, Julián, ya te dije que no podemos. íPero yo quiero, maaaa! Después lo hablamos, Juli, contame, ¿qué tal el jardín hoy?” Y justo cuando estaba por poner un pie sobre la vereda, la bolsa se desfonda y ruedan por la calle tomates, naranjas, manzanas y limones.

Yo, que en vez de cruzar me había quedado quieto observando la escena, atino a perseguir las frutas, mientras un hombre mayor ayuda a la señora, con el niño y el carrito, a subir a la vereda, al reparo de los autos que retoman la circulación con el semáforo en verde. Cuando me acerco con las frutas rescatadas, la mujer me repite gracias varias veces, ubica las frutas en el canasto bajo el bebé que no para de llorar y retoma su camino, presurosa.

Retomo mi plan original, y paso por la panadería a comprar el kilo de pan que me encargó mi madre. Adelante mío, una señora mayor habla con la empleada, mientras le separa una docena de facturas. Escucho que le cuenta que es su cumpleaños, y que vendrán a comer sus cuatro hijos, y todos sus nietos, que está feliz pero a la vez cansada porque hace días que no para de cocinar. “Ellos no quieren que trabaje, pero, ícómo no les voy a cocinar!” le dice, “para una vez que los tengo a todos juntos”. Miro sus manos que se estiran para alcanzar los billetes a la cajera y recoger su paquete. Sus dedos gruesos y callosos tiemblan un poco al agarrar su bastón y la bolsa con las facturas. Luego de despedirse, la señora gira despacio y emprende el camino hacia la salida, lentamente, pero la puerta pesada se resiste a su intento por abrirla y está a punto de trastabillar cuando, intuitivamente, me estiro hacia ella y la sostengo con una mano, mientras entorno la puerta con la otra. La señora me mira sorprendida y me sonríe en agradecimiento.

De vuelta en la calle, noto que hace más frío que lo esperado para esta época del año, me cierro el abrigo y diviso, unos metros delante mío, una mujer en ojotas con un bebé en brazos que pide dinero a los autos detenidos en el semáforo. Es joven, lleva un largo pelo negro atado en una coleta, y no está tan abrigada como debería. El bebé se recuesta sobre su pecho, medio adormilado, y tan desabrigado como su madre. No parece molestarle el frío, como así tampoco el ruido de los autos, los bocinazos y el hedor que sale de las alcantarillas al costado. Me detengo y observo que la gente pasa a su lado sin mirarlos, sin siquiera advertir su presencia. Yo me quedo parado, esperando que algo suceda, que alguien baje la ventanilla y le entregue algún billete, alguna bolsa con algo. Pero no hay caso, nadie parece verla, es invisible. Me da vergüenza propia y ajena, pero me acerco, le entrego mi bolsa de pan y le sonrío. Ella me dedica una mirada de alivio, y me agradece con la cabeza.

Mientras vuelvo a la panadería, pienso que hoy fue un buen día. No siempre soy tan observador, no siempre voy mirando alrededor. ¡Es tan fácil dar una mano! La diferencia está en querer ver, no solo mirar, sino ver, observar. Seguro que no le cambiaremos totalmente la vida a nadie, pero tal vez salvemos un momento, por un ratito, un cachito del día. A veces, solo es cuestión de estar atentos, darle consistencia a los invisibles que nos rodean. ¿No creen?

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