Benita nació muy pronto, mucho antes de que su cuerpecito hubiera terminado de formarse en el vientre de su madre. Pesaba solo novecientos gramos, un poco menos que un melón de miel. “Es un milagro” decían los abuelos emocionados, mientras la contemplaban del otro lado del vidrio de la nursery. María, una joven madre, pequeña y delgada, metida en un traje de astronauta, permanecía al lado de la cuna de Benita, rozando sus manecitas rosadas y hablándole en voz baja.
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Benita nació muy pronto, mucho antes de que su cuerpecito hubiera terminado de formarse en el vientre de su madre. Pesaba solo novecientos gramos, un poco menos que un melón de miel. “Es un milagro” decían los abuelos emocionados, mientras la contemplaban del otro lado del vidrio de la nursery. María, una joven madre, pequeña y delgada, metida en un traje de astronauta, permanecía al lado de la cuna de Benita, rozando sus manecitas rosadas y hablándole en voz baja.
Quiso Dios que la pequeña se recuperara rápido, para el asombro de todo el equipo de neonatología. A los tres meses, madre e hija ya estaban en casa, conociéndose y acostumbrándose a la nueva vida, rodeadas del afecto de los abuelos de Benita que se esmeraban en mimarlas. María tenía diecinueve años y, apenas confirmado el embarazo, pidió no hablar del padre de su bebé. “No existe”, decía, sin un ápice de tristeza o culpa. Así que ahí terminó ese tema.
Benita crecía rápido y con energía hasta que, a los nueve meses, tuvo su primer episodio de asma. El pediatra les informó que era normal en bebés prematuros, que a medida que creciera, con tratamientos y cuidados, la niña dejaría atrás la afección. Sin embargo, el transitar no fue nada fácil. Tenía dos años y medio cuando, una noche, la niña empezó a ahogarse, el pecho se le hundía, el aire no lograba entrar en sus pulmones y acudieron con urgencia al hospital.
Los médicos de guardia le pusieron una mascarilla de oxígeno y le administraron suero. Al cabo de dos largas horas, la nena logró respirar con calma y se durmió. La joven madre se quedó recostada a los pies de la cama de su niña, dormitando de a ratos, incómoda y aún alterada por la crisis de asma. En la madrugada, una enfermera entró a la habitación para revisar a la niña, y María aprovechó para ir en busca de un café. De frente a la máquina, mientras observaba cómo el vaso de plástico se llenaba de un líquido humeante y oscuro, una voz de mujer la sorprendió.
-Buen día.
-Buen día -contestó María, sorprendida mientras giraba rápidamente sobre sus talones y descubría a la señora anciana enfundada en una túnica gris de monja que la miraba tras unos anteojos enormes.
-Perdón, querida, no fue mi intención asustarte.
-Está bien, solo que no la escuché llegar.
-Ya sé. Soy muy silenciosa, como todas mis hermanas -dijo la monja, con dulce voz. -¿Estás bien?
-Mi niña tuvo un ataque de asma anoche, vinimos de urgencia. No podía respirar -dijo María con su voz quebrada, y los ojos llenos de lágrimas mientras bebía su café.
-Ah, eres la mamá de Benita. Hermoso nombre tiene tu niña. ¿Sabes que significa bendita? -No, no lo sabía.
-Pues sí. Mira, querida, justamente traje algo para tu hija -prosiguió la monja mientras del bolsillo extraía con cuidado una bella flor de pétalos blancos y centro amarillo -Esta flor es para Benita.
-¡Qué linda!, ¿cómo se llama? ¡Nunca la he visto!
-Narciso. Escúchame bien, querida, procura tener siempre un narciso cerca de Benita. Cuando la flor se marchite, ponla a secar, colgada de un hilo, y cuando estén bien secos sus pétalos, haz un polvo. Media cucharadita de ese polvo es lo que debes darle a tu hija, cada día. ¡Verás cómo se recupera!
María se despidió de la señora, llevando su café humeante en una mano y el narciso en la otra. La niña todavía dormía y los primeros rayos de sol empezaban a colarse por entre las rendijas de la persiana. María puso el narciso en un vaso con agua sobre la mesa al frente de la cama de Benita, se recostó sobre el sillón, y se durmió.
Los siguientes años trascurrieron sin sobresaltos, con sus otoños y primaveras, veranos e inviernos durante los cuales, María mantuvo siempre un narciso orgulloso en la mesa de luz de la pequeña. Benita no volvió a tener episodios de asma, creció fuerte, sana, rozagante. A menudo, María se recriminaba por no haberle preguntado el nombre a la amable religiosa. Incluso había acudido al hospital, luego de la internación para averiguar acerca de ella, pero nadie la conocía, no la habían visto. Entonces, se conformaba con agradecerle al narciso por la salud de su pequeña.